Uno de artículos más sagrados de la Constitución americana es la Primera Enmienda. La cual consagra entre otras, las libertades de expresión y de prensa. Sin embargo, este fundamental cuerpo de ley limita expresamente el poder del gobierno para censurar a los ciudadanos pero no consagra de forma directa este derecho frente a otros actores con poder para censurar.
Pero el vertiginoso desarrollo de la vida digital ha desplazado el poder intrínseco que el gobierno tuvo desde la fundación de la nación hacia el ámbito de actores de naturaleza privada; son las plataformas que facilitan la comunicación entre los individuos, las denominadas redes sociales, las que ahora tienen la potestad de determinar qué contenidos, cuáles ideas, juicios o narrativas merecen ser divulgadas entre los ciudadanos.
La creación de esta nueva dimensión mediática, que distingue a los autores de las ideas de quienes habilitan su difusión, abrogándose estos últimos el rol de árbitros en la selección de tales contenidos, requiere una profunda revisión y una interpretación de rango constitucional sobre la autoridad para decidir cuáles contenidos se difunden y cuáles deben ser censurados.
En cuestión de horas hemos visto a la secretaria de prensa de La Casa Blanca y a un diario de gran popularidad ser objeto de este tipo de acciones de censura.
La sociedad debe organizar una profunda y amplia reflexión sobre el peligro para la democracia de un desequilibrio que pone demasiado poder de un solo lado de la balanza.