Mañana, jueves 20 de enero, Joe Biden cumple un año como Presidente de Estados Unidos. En ese país, se ha vuelto una tradición en medios y otros entes emitir un primer juicio del desempeño de un mandatario cuando cumple 100 días en el poder. A juicio de quien escribe, ese lapso es muy corto. Pero un año sin duda es suficiente para una evaluación en profundidad.
Dicho de forma breve y sencilla: la cosa no marcha muy bien. Aunque Biden empezó con un nivel de popularidad bastante alto, la luna de miel no duró mucho. Ahora, la aprobación de su gestión apenas ronda entre 30% y 40% de sus compatriotas.
Lo cierto es que Biden tiene pocos logros que mostrar. Los votantes se dan cuenta y, por eso, es probable que entreguen ambas cámaras del Congreso a la oposición en las parlamentarias de noviembre.
La pandemia que insiste
Un factor que ha contribuido con el pesimismo continuado en la sociedad estadounidense, reflejado en la pérdida de apoyo a Biden, es la prolongación de la pandemia de covid-19. Se esperaba que el nuevo gobierno fuera más efectivo mitigando la propagación. Biden es mucho más afín a las medidas preventivas que su predecesor. Se esperaba que para mediados del año pasado la vida cotidiana hubiera regresado total o casi totalmente a la normalidad.
No fue así. La variante delta aguó la fiesta en el verano. En el último mes, ómicron ha hecho lo mismo, pero con una mortandad hasta ahora menor. Aunque no han vuelto los confinamientos generalizados, el uso de tapabocas y otras medidas ajenas a la “vieja normalidad” se mantienen.
Biden no es responsable por delta u ómicron, claro. Pero en Estados Unidos la tasa de personas totalmente vacunadas, en 62% de acuerdo con Our World in Data, es baja para un país desarrollado. En Portugal es de 90%. Vacunas hay, pero el rechazo a ellas es relativamente alto. Rechazo que viene sobre todo desde las filas de la oposición republicana. Pero como Biden es Presidente al fin, muchos lo asocian con el rezago. A sus esfuerzos para forzar a la gente a vacunarse no les ha ido bien. La Corte Suprema acaba de anular una orden ejecutiva para que los grandes empleadores privados obliguen a su personal a vacunarse.
Inflación inquietante
Desde que comenzó la epidemia de covid-19, durante el gobierno de Donald Trump, Washington ha gastado millones de millones de dólares en ayudas económicas. Tanto para negocios que tuvieron que cerrar por la cuarentena como para empleados que se quedaron sin trabajo. Esta tendencia fiscal la continuó Biden.
El foco se puso en reimpulsar el crecimiento económico y evitar un alto desempleo de larga duración. En buena medida estos objetivos se lograron. Pero a un costo: inflación elevada. En 2021 fue de 7%, el nivel más alto desde 1982. A lo largo del año pasado, el equipo económico de la Casa Blanca desestimó los temores de que los precios siguieran subiendo por mucho tiempo. Ahora hay un reconocimiento de que ha durado más de lo esperado, pero no se han tomado medidas importantes en la materia. Las masas sienten el golpe en el bolsillo.
No todas las causas de la inflación dependen de Washington. Una de ellas es la escasez de bienes por fallas en las cadenas de suministro a nivel mundial, otro efecto de la pandemia. Pero al votante común poco le importan estas consideraciones. Quiere acceder fácilmente a los productos que desea. Si no puede, va a culpar a quienquiera que esté a cargo en su país.
Humillación internacional
Biden se comprometió a reafirmar el papel de Estados Unidos como “líder del mundo libre”, tras el aislacionismo de Trump. Pero al mismo tiempo ha intentado evitar que su país se involucre en nuevas incursiones militares.
Parte de esta política ambigua fue completar el retiro de tropas norteamericanas en Afganistán. En tal sentido, Biden solo puso fin a la intervención de su país en una guerra que la mayoría de los estadounidenses rechaza. Y lo hizo siguiendo un plan negociado por su predecesor. Pero la ejecución fue un desastre. El enemigo talibán tomó el poder en semanas, cuando en Washington se pensaba que ello sería imposible en el corto plazo. En medio de la evacuación caótica, un ataque terrorista asesinó a varios soldados norteamericanos. Eso también pesa en la imagen que el público de EE.UU. tiene sobre su gobierno.
Mientras tanto, los dos más grandes rivales geopolíticos de EE.UU. se mantienen desafiantes. China luce cada vez más dispuesta a tomar por la fuerza Taiwán. Mucho más grave aun, una invasión de Ucrania por Rusia pudiera ser inminente. Washington objeta ambos escenarios y asegura que tomará represalias contra Rusia y China si violan la soberanía territorial de sus vecinos. Pero lo más probable es que se limite a sanciones económicas de dudosa efectividad. Nada de combate directo.
Agenda estancada
Quizá el aspecto del gobierno de Biden que más ha acaparado la atención en Washington sea el de sus proyectos de política interna. En el corazón de esta agenda están dos proyectos de gasto público. Uno es de infraestructura (mantenimiento vial, expansión del acceso a internet en zonas rurales, etc.). El otro reúne un conjunto de prioridades del Partido Demócrata, desde una ampliación del Estado de Bienestar hasta políticas de lucha contra el cambio climático.
Solo el primero ha sido aprobado, luego de tortuosas negociaciones entre republicanos y demócratas en el Congreso. El otro, en cambio, quedó en suspenso por tiempo indefinido. Los republicanos se oponen monolíticamente a él. También unos pocos demócratas, que lo ven como un gasto excesivo.
Otro punto importante en la agenda de los demócratas es la aprobación de dos leyes de defensa del derecho al voto. De nuevo, los republicanos están unidos en su oposición. Inversamente, los demócratas las apoyan por unanimidad. Pero para que la cámara alta le dé el visto bueno, necesita superar un dispositivo que exige el apoyo de unos pocos senadores republicanos (el filibuster). Para eliminar o modificar el dispositivo de manera que deje de ser un obstáculo, Biden requiere el respaldo de todos los senadores demócratas. Dos se oponen.
En una sociedad híper polarizada, como Estados Unidos hoy, es difícil que la oposición no deteste al Presidente, sin importar qué haga. Y si el mandatario no es capaz de concretar sus proyectos, quienes sí lo apoyaron se decepcionan. Es lo que le pasa a Biden ahora.
Una ambigüedad incómoda
Parte del entuerto en el que Biden se encuentra se debe a que no está claro el tipo de Presidente que intenta ser. Ello a su vez responde la heterogeneidad del Partido Demócrata, que reúne a votantes suburbanos relativamente conservadores y a elites metropolitanas mucho más izquierdistas.
El ala radical del partido ha tenido un crecimiento exponencial en los últimos años. Biden nunca fue su primera opción presidencial. Pero como es quien ganó, han tratado de halarlo a su órbita. Quieren que Biden sea un Presidente que transforme profundamente su país para dotarlo de un Estado mucho más intervencionista y fiscalmente generoso. También para que sea una sociedad donde las grandes empresas tengan menos poder y los ricos contribuyan más al gasto público con impuestos.
Los demócratas moderados, en cambio, solo aspiran a volver a los tiempos de Bill Clinton o Barack Obama. Hay incluso entre quienes votaron por Biden unos pocos republicanos abismados por el giro radical que dio su partido bajo la conducción de Trump. A estos, claro, no les entusiasma una gran movida hacia la izquierda.
De manera que Biden tiene que hacer malabares con intereses a menudo contrapuestos. No solo como un Presidente que tiene que negociar con sus detractores, como ocurre en cualquier democracia. También tiene que conciliar constantemente a su propia base de apoyo. La suerte de la presidencia de Biden pudiera depender de que se vuelva eficaz reconciliando… O de que escoja a un solo grupo y sea este el más capaz.