Y en medio del lío, llegan los Juegos Olímpicos. Será raro: nadie se imaginó nunca que iban a pillar a Brasil así. La presidenta elegida dos años y medio atrás, Dilma Rousseff, apartada provisionalmente del poder, verá por la tele la ceremonia de Maracaná del viernes. También verá a su ex vicepresidente, Michel Temer, ahora su enemigo furibundo, convertido en presidente interino y en anfitrión general de la nación. Mientras, el terremoto político que se vivió en las semanas previas al primer asalto del impeachment de mayo ha dejado paso a una extraña calma chicha en Brasilia. Las Olimpiadas servirán de tregua mientras todo se prepara para el segundo y definitivo asalto del proceso de destitución definitiva de Rousseff, que se celebrará, casi con total seguridad, en cuanto los atletas se hayan ido; previsiblemente el 29 de agosto.
Tras una maratoniana sesión del Senado, por 55 votos a 22, los senadores brasileños decidían el pasado 12 de mayo abrir el proceso de impeachment a Rousseff. A partir de ese momento, la presidenta quedaba privada del poder –que no del cargo- y condenada a vivir una especie de exilio interior en palacio. Durante todo este tiempo se han sucedido sesiones técnicas en el Senado (el proceso de impeachment propiamente dicho) en que unos acusan y otros defienden a Rousseff. Pero nadie les hace mucho caso. Todos saben que el juicio es meramente político y que todo se decidirá, de nuevo, en una nueva votación.
El Comité Olímpico Internacional pidió a Temer que esa votación final se celebrara una vez terminados los Juegos, esto es, después del 21 de agosto, a fin de no empañar las competiciones. Temer respondió que eso no dependía de él, sino de la agenda del Congreso brasileño. Finalmente, el presidente del Tribunal Supremo, Ricardo Lewandowski, ha acordado con el del Senado, Renan Calheiros, que la parte final del juicio político arranque el 29 de agosto y finalice previsiblemente el 2 de septiembre. Una semana histórica que con mucha probabilidad apartará definitivamente a Rousseff de su cargo.
En el fondo, Temer no quiere perder más tiempo en convertirse en presidente con todas las letras y comenzar a gobernar sin cortapisas. Las posibilidades de Rousseff son pocas. Pasan por convencer a un puñado de senadores adversos de que si regresa convocará una suerte de plebiscito encaminado a que haya unas nuevas elecciones. Pero será difícil.
Mientras, en los medios económicos se respira cierto optimismo que nadie sabe si va a durar. El PIB retrocederá este año más del 3,3% según el FMI y el paro sigue subiendo por encima del 11%, una cifra récord. Pero el dólar, que llegó a finales del año pasado a sobrepasar los cuatro reales al cambio hoy fluctúa en los 3,20. Y lo más novedoso: hay una cierta sensación de que se pisó ya el fondo del pozo. Así lo aseguraba recientemente José Augusto de Castro, presidente de la Associação de Comércio Exterior do Brasil: “Y si se confirma la destitución, las personas ya dejan de vivir de expectativas y pasan a tomar decisiones, lo que mejorará aún más el ambiente”.
Es decir: a la calma chicha política le acompaña un expectante optimismo en la economía. A esto contribuye también la propia gestión del Gobierno en funciones de Michel Temer. Al principio, los expertos auguraban una terapia de choque con una batería de medidas de recortes y subidas de impuestos. El propio ministro de Economía de Temer, el circunspecto Henrique Meirelles, dibujó un panorama lúgubre de las finanzas brasileñas al asumir el cargo. Pero las tan temidas medidas no han llegado todavía. Los especialistas aseguran que lo harán cuando Temer deje de ser presidente en funciones para convertirse en presiente a secas.
Con todo, las encuestas más recientes reflejan que Temer sigue siendo impopular (sólo un 14% considera que su gestión es buena) pero que aún es más impopular la improbable vuelta de Dilma Rousseff. Flota una resignación que, en buena parte, es producto del cansancio de meses en los que el terremoto de la política lo arrollaba todo. El profesor de Universidad, especialista político y escritor Leonardo Avritzer lo resumía así hace pocas semanas: “La sociedad no cree en Temer, pero está cansada de movilizarse”.
El propio Temer, de 75 años, no contribuye a ello. A su falta de carisma y cierto envaramiento personal muy poco brasileño hay que sumar algunas memorables meteduras de pata en los últimos días, como cuando avisó, la semana pasada, a toda la prensa nacional, de que iba esa mañana iba a buscar personalmente a la escuela a su hijo más pequeño, Michelzinho, de siete años, por si los periodistas querían cubrir el asunto. Tampoco ayudó la revelación de que el propio Michelzinho tiene ya a su nombre inmuebles por valor de dos millones de reales (más de 600.000 euros).
Con información de El País