Brasil está inmerso en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro. La concentración de las miradas es merecida por la alta calidad de los deportistas y el espléndido espectáculo de hermandad mundial. Pero hay en el país trascendentales acontecimientos políticos que tarde o temprano exigirán la atención de la ciudadanía.
En competencia con las Olimpiadas, el enjuiciamiento de la presidenta de la nación, Dilma Rousseff, quien había sido separada de sus funciones en marzo, no pareció atraer la esperada atención del público. Sin embargo, en la ceremonia de inauguración de los juegos, el presidente interino, Michel Temer, fue abucheado por el público.
El miércoles, en plena Olimpiada, el Senado votó a favor de abrir la última etapa del juicio político contra Rousseff. El procedimiento podría cumplirse este mismo mes, en el propio Senado, bajo la conducción del presidente de la Corte Suprema de Justicia. Una mayoría simple habría bastado para continuar el juicio, pero los votos a favor superaron ampliamente las dos terceras partes que serán necesarias para destituir a la presidenta.
El lodazal generado por la corrupción, sobre todo en la estatal Petrobras, que rige la industria nacional del petróleo, parece infinito y su influjo sobre la política, inagotable. La corruptela ha descabezado a importantes figuras del mundo político. Incluso, el popular expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, ha desarrollado un espectáculo público de maniobras legales para evadir la prisión que le sigue amenazando.
Lula y un amplísimo elenco de servidores públicos teñidos por la posible ilegalidad y el saqueo de las arcas públicas todavía tienen un largo camino que recorrer en los estrados judiciales, lo cual asegura la prolongación de las tensiones en la política brasileña más allá de lo que finalmente ocurra en el proceso contra Rousseff.
La crisis política ha caminado de la mano con el desplome del Partido de los Trabajadores (PT), al cual pertenecen Lula y Rousseff. Desde la llegada del primero a la presidencia, el PT generó, particularmente entre votantes jóvenes, la impresión de que todo iba a cambiar, incluida la corruptela. Lamentablemente, con el inicio de la crisis política se acentuó un profundo desencanto por el descubrimiento del arraigo de los viejos vicios.
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El saneamiento de la política es importante para el futuro inmediato de Brasil, pero no menos urgente es emprender el examen de la economía con sus muchas fallas, incluida la inflación, que en diciembre pasado registró un 10,7%.
El país sufre una profunda recesión. Un informe del Banco Mundial señala que la tasa de crecimiento ha venido decayendo desde los inicios de la presente década. En el 2015 mostró una contracción del 3,8%. El Banco apunta que la presente crisis económica, unida a la crisis política, ha minado la confianza de inversionistas y consumidores.
Pero las dificultades de la política complican la solución del problema económico. Ambas crisis se alimentan mutuamente, en un círculo vicioso que pone a prueba la institucionalidad, encabezada por un gobierno cuyo ascenso al poder es producto del enjuiciamiento político de Rousseff y no tiene fuertes raíces populares.
Brasil ha conseguido que la crisis se desarrolle sin que los militares despacharan tanques a las calles o intentaran usurpar la sede presidencial, como sucedió en un pasado del cual queda un recuerdo trágico.
Por su bien y el de América Latina se impone el deseo de una salida institucional y democrática que devuelva a la gran nación del sur al camino de la prosperidad por el cual transitó hasta hace pocos años.
Con información de La Nación