Estos días he pensado mucho en mis abuelos, en mi Oma y mi Opa, y, especialmente, en la Venezuela y los venezolanos que los acogieron con calidez y amor cuando huyeron de las atrocidades del nazismo que diezmó a sus familias y a su pueblo.
Daniel Shoer Roth* El Político
Nací y me crié en esa tierra de gracia y armonía que permitió florecer a mis abuelos con su máximo potencial, a su generación, a la de mi madre y a la mía.
Un país donde todos éramos igual de venezolanos, sin importar nuestros orígenes, credos, colores de piel o niveles socioeconómicos. ¡Qué nostalgia!
¿Quién me acompaña en el llanto por esa Venezuela querida de la que nadie quería emigrar? Pero el idílico “sueño venezolano” tristemente llegó a su final. Y dio paso a una insondable catástrofe de dolor e injusticia que todos conocemos y hemos padecido.
Esa palabra: "Diáspora"
Una nube negra descarriló las vidas de 6.8 millones de venezolanos que salieron a la diáspora o al exilio con la patria anidada en el corazón.
Esta dramática avalancha humana constituye la ola de desplazamiento externo de mayor magnitud del mundo actual, y la mayor crisis de refugiados y migrantes junto con Ucrania, según organizaciones intergubernamentales.
Todos los expatriados venezolanos que recomenzamos nuevas vidas en nuevas tierras —sin menoscabo de cómo ni cuándo— ineludiblemente estamos hilvanados por dos circunstancias: la condición de inmigrante y de minoría.
Un hecho que algunos venezolanos parecen haber olvidado en Miami y el sur de la Florida tras conocer la historia de casi medio centenar de migrantes venezolanos que aspiran a las protecciones del asilo y quienes, tras cruzar la frontera con México, fueron enviados al estado de Massachusetts por el gobernador de Florida, Ron DeSantis.
Previo a ello, en los últimos meses, han ocurrido numerosos traslados de migrantes, incluyendo venezolanos, a otros destinos.
La polarización creada en la comunidad venezolana ha llevado a un sector a estigmatizar a todos los migrantes venezolanos por ser “inmigrantes indocumentados” o “delincuentes que no deseamos en Estados Unidos”.
Esta generalización no solo relega su dignidad humana, sino que incita al odio y al rencor —dos sentimientos que el chavismo en sus albores supo explotar para destruir el tejido de la otrora cohesiva sociedad venezolana.
El Gran Debate
Más allá de las convicciones políticas de cada persona, que merecen todas ser respetadas, estas críticas a los migrantes ignoran a menudo que el exilio venezolano, al igual que el cubano, se ha ido formando en distintas capas, en distintas diásporas.
Pertenezco a la diáspora de los que salimos por avión y con visa estampada en el pasaporte. Si bien me siento muy afortunado de ser —tras un largo y arduo esfuerzo— ciudadano estadounidense por naturalización, comprendo que no todos corremos la misma suerte ni poseemos la misma preparación para labrarnos un nuevo futuro partiendo, en muchos casos, desde cero.
Hoy, miles de quienes huyen de la impotencia y el desaliento son caminantes y balseros que arriesgan sus vidas —y las de sus familias— a golpe de machete en la selva o a bordo de frágiles embarcaciones.
Y padecen los quebrantos propios del caminante sin papeles, las puertas cerradas de un mundo hostil que a menudo los rechaza, si bien es innegable el fenómeno de la delincuencia que se ha infiltrado en los países de acogida de los venezolanos.
No me gusta hacer comparaciones porque todos recorremos senderos diferentes y somos el resultado de circunstancias particulares, como las de mis abuelos, que sufrieron un genocidio incomparable con los detonantes de las migraciones actuales.
Pero vale la pena recordar, si alguien lo ha olvidado, que cualquier venezolano o ciudadano extranjero que ingresó a Estados Unidos con visa de turista y permaneció más tiempo del periodo de estadía autorizado por el oficial de Aduanas mientras encontraba una solución migratoria a su caso, generalmente ha tenido “presencia ilegal” en este país, según las leyes de inmigración.
Y aquellos que han presentado solicitudes de asilo que las autoridades, tanto en gobiernos republicanos como demócratas, han clasificado como “frívolas, fraudulentas o no meritorias” con el propósito de obtener permiso de trabajo tampoco han obedecido la ley al pie de la letra.
Hermanas y hermanos venezolanos, ¡basta de doble moral! “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”, reza el Evangelio cristiano.
Es hora a dejar aflorar lo mejor de uno mismo en estos tiempos de polarización política e ideológica. No ignoro —de hecho, fui uno de los primeros en denunciarlo— los testimonios sobre venezolanos en Miami (y en otras partes del mundo) con conductas falibles en la coexistencia ciudadana.
Durante décadas, los inmigrantes y exiliados venezolanos hemos edificado comunidades sólidas en el sur de la Florida con sumo esmero y vocación y, ciertamente, hay quienes han venido a tumbarlas o a intentar suplantarlas.
Es válido ser venezolano y no sentirse representado por los llamados “malandros venezolanos” —como denominan a la juventud delincuente en el país—, así como pedir un filtro en la frontera y políticas migratorias acordes con las necesidades.
Pero no debemos encasillar a nadie bajo un prisma de prejuicios y estereotipos, de que todos son iguales, cuando no es así.
Muchos encarnan una verdadera tragedia humana y afrontan la incertidumbre inherente a los flujos migratorios.
Rescatemos la venezolanidad de antaño, los atributos de solidaridad, comprensión y empatía naturales de nuestro gentilicio.
Es una tarea continua que ha de emprenderse sin descanso. Hagámoslo por nuestros abuelos… y para que las generaciones venideras sean como ellos.
*Daniel Shoer Roth, periodista graduado de la Universidad Central de Venezuela, es editor de Sociedad y Servicio Público de el Nuevo Herald y Miami Herald.