Entre los jardines de la Universidad Central de Venezuela se levanta un gigante de 11 pisos que, a pesar de mantenerse en pie, se desmorona con cada día que pasa. Sus pasillos son testigos de miles de historias que los han recorrido desde su fundación, pero especialmente de su propia historia.
El ambiente de pesadez se hace sentir desde las afueras del Hospital Clínico Universitario. El friso levantado de las paredes, ventanas rotas y una fuga de oxígeno son solo síntomas de las precarias condiciones en las que se encuentra el centro de salud.
Cada día Francis Calderón se ve en la necesidad de sortear la falta de efectivo y de transporte público para llegar al recinto hospitalario, donde labora como camerera. Su jornada comienza con el cambio de vestuario. “El sótano” le da la bienvenida con un pasillo sin iluminación que la conduce hacia la sala en la que cientos de casilleros oxidados aguardan. A su alrededor, sillas deterioradas reposan entre basura.
Las escaleras son la única opción para movilizarse hacia los pisos del Universitario. Al subir, los mosaicos que decoraban el recorrido ahora lucen como un rompecabezas incompleto por la falta de piezas de cerámica naranja.
Los lamentos de los pacientes se escuchan y se encuentran en las escaleras con la basura y la comida, debido a que 8 de los 10 ascensores están fuera de servicio. A eso se le suma la dificultad de transitar puesto que converegen enfermeros que deben cargar a pacientes con dificultades motoras o dolores incontrolables por la falta de medicamentos.
Marcos de madera sostienen láminas de cartón para simular lo que alguna vez fue una puerta de acceso a una de las salas de hospitalización. En su interior decenas de camas clínicas, unas con colchón, otras sin ellos, completan el recinto que alberga a un grupo de pacientes. A pesar de que hay capacidad para recibir más personas, la espera puede ser larga. De aproximadamente 1.200 camas que hay en el Hospital Universitario de Caracas se mantienen operativas menos de 500, y es que la falta de insumos, salubridad, tratamientos y comida impiden nuevos ingresos.
A las 12:00 pm comienzan a preparar el almuerzo en la cocina del hospital. La mirada de los encargados se alza para observar la pequeña cantidad de pasta que será repartida entre los pacientes, algunas veces con sardinas, otras con caraotas. Las camareras entran al lugar con las bandejas que llevarán a las cocinillas de sus respectivos pisos, donde servirán las porciones que recibirá cada persona hospitalizada. Alimentos líquidos quedaron para el recuerdo de quienes trabajaron 20 años atrás en aquel lugar.
El régimen de alimentación es igual para todos los ingresados. “Los pacientes de gastroenterología deben comer cosas blandas, pero comen lo mismo: pasta con caraotas. Ellos tienen que comer cosas sancochadas, al vapor, pero nada de eso se sirve en la institución”, comentó una de las compañeras de Francis.
Las bandejas se vacían sin dificultad. Las camareras las retiran de las habitaciones para llevarlas de vuelta a la cocinilla. Allí, una esponja realizada con los sacos de verduras espera para “esterilizarlas” con la ayuda de agua y un poco de jabón que le es entregado al personal en un botellón.
A un lado del fregadero se encuentra un tobo grande para enjuagar los implementos, y es que desde el piso siete en adelante las tuberías de “El Clínico” permanecen secas. La presión del agua, cuando llega, no se da abasto para surtir a casi la mitad del centro de salud. “No hay agua” se puede leer en decenas de puertas.
A la falta del agua se le suma la inexistencia de detergentes, desengrasante, cloro, esponjas, coletos y la poca recolección de la basura. El alcohol se convirtió en una utopía.
La contaminación toma partida y se apodera de cada rincón: gusanos en los pasillos, papeleras repletas, baños llenos de excremento y bañeras con agua estancada destinadas al aseo de personas con enfermedades en la piel acompañan los días de quienes recorren el lugar.
“Estamos propensas de agarrar un virus”, dijo Francis, quien recordaba cuando les suministraban una vacuna para evitar que contrajera alguna enfermedad. “Tenemos unos cinco años que no nos ponen los refuerzos por trabajar en un ente de salud. Estamos a la buena de Dios”, lamentó.
Contraer una enfermedad no es el único riesgo que corren. El hampa hace de las suyas y la impunidad reina en el lugar. El personal de seguridad debe arreglárselas sin radios ni los equipos necesarios. La presencia de milicianos en los pasillos, así como de funcionarios de la Guardia Nacional Bolivariana y de la Policía Nacional Bolivariana no dan resultados.
“Con todo y eso yo creo que ellos resguardan a los malandros para que roben y amedrenten”, agregó Francis, quien relató que a los trabajadores les han robado teléfonos e instrumentos durante sus jornadas de trabajo.
Las precariedades del Hospital Universitario de Caracas han sido denunciadas por los empleados en las entidades correspondientes, pero la respuesta brilla por su ausencia. “Como dicen mis compañeras, el gobierno es como la canción de Shakira: ciego, sordo y mudo”, señaló Calderón.
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La brisa corre libre entre las puertas destrozadas y los vidrios inexistentes. Francis, quien ha trabajado durante 20 años en el Hospital Universitario de Caracas, rememora día a día lo que alguna vez llegó a significar aquel centro de salud. La alegría del recuerdo se empaña por la nostalgia de ver cómo aquel gigante de 11 pisos se hunde entre la desidia y la falta de una gestión oportuna.
Fuente: El Nacional