Caceroleros, piqueteros, asambleístas y cartoneros fueron algunas de las atemorizantes figuras sociales características de la crisis, que estalló en diciembre de 2001 y se prolongó en 2002. Quince años después, los ahorristas han vuelto a confiar en los bancos, los piqueteros están cerca de convertirse en un sindicato con personería, los ciudadanos comprometidos escasean y los cartoneros conforman miniempresas ordenadas y reglamentadas.
Y, sin embargo, el país está, como en 2002, en una coyuntura crítica, buscando a tientas su camino. Las causas profundas de aquella crisis no han desaparecido, y en algunos casos se han agravado y potenciado. Pero conviene no olvidar la otra cara de la crisis: la oportunidad, la posibilidad de torcer un rumbo que a veces parece fatal, enfrentando viejos problemas con frescura y creatividad. También eso estuvo presente en 2002, el año de la crisis, y hoy es imperioso que lo recuperemos.
Aquel fue un año apocalíptico e inolvidable. La crisis económica, originada en el derrumbe de la convertibilidad, se prolongó en otra, política, y agudizó la situación del mundo de la pobreza, que explotó y se volcó a las calles. Mucha otra gente estuvo en la calle ese año, repudiando a los políticos, "escrachando" a los enemigos del pueblo y otorgando su minuto de gloria a efímeros salvadores de la patria. Pero no es lo único que pasó en aquel año memorable: entre tantos desastres, hubo grupos que experimentaron con cosas nuevas y otros que reflexionaron sobre lo urgente y lo profundo.
Ante el derrumbe del Estado, cada grupo buscó su propia solución. La ausencia de moneda hizo aparecer el trueque, una vuelta a la economía natural que entusiasmó a un buen sector. Muchas fábricas cerradas por la crisis fueron "recuperadas" y puestas en actividad por cooperativas de trabajadores. Las organizaciones de desocupados promovieron la acción solidaria, una veta comunitaria que aún hoy se sostiene. En los barrios de Buenos Aires, los vecinos se juntaron en las plazas y renovaron la experiencia, siempre seductora, de la democracia directa.
Lo memorable no estuvo tanto en la viabilidad de estas experiencias -a la larga escasa- como en la actitud original, emprendedora y comprometida de quienes las encararon. Otros grupos analizaron estas novedades y se embarcaron en la discusión sobre las causas y las salidas de la crisis. Fue un año de intensa reflexión colectiva, que transcurrió en la prensa, en los foros y en todo tipo de reuniones más recoletas. Recuerdo con afecto las que organizó la revista Criterio, reuniendo en el austero sótano de un convento a un conjunto variado de interlocutores.
Lo que el Gobierno comienza a hacer demanda una contraparte desde la sociedad, sus actores y sus intérpretes. Hacen falta interlocutores sociales tan activos y creativos como aquellos que, en embrión, comenzaron a aparecer en 2002.
Con información de La Nación