Europa ha echado a menudo mano de los referéndums para resolver cuestiones mayores por considerar que afectan a la sagrada soberanía nacional. Francia o Irlanda en el pasado, y ahora Reino Unido, han convocado consultas populares para decidir cuestiones que incumben a todos los europeos, y han puesto contra las cuerdas el proyecto de construcción europea, nunca del todo sellado. Es evidente que la cesión de soberanía política es materia muy delicada, pero es la esencia misma del proyecto de la Unión Europea, y no parece muy acertado resolver cada diferencia con herramientas tan aleatorias como un referéndum. Seguramente pequeños detalles como si Reino Unido sale de la Unión, o si Turquía entra, deben ser decididos por todos los europeos que ya forman el club, porque a todos afecta la salida de un país tan poderoso y populoso como Reino Unido, y a todos condiciona la entrada de otro con la envergadura de Turquía. Pero mientras los países sigan conservando su capacidad política, usarán de forma unilateral estas herramientas, seguramente sin calcular el efecto colateral que genera.
El brexit aprobado por muy poco más del 51% de los británico que votaron en el referéndum del pasado 23 de junio ha abierto la caja de los truenos en términos políticos, animando los demonios nacionalistas en países en los que estaban explícitamente presentes, como Francia, Austria u Holanda, o reanimándolos en aquellos que son más subterráneos, como Alemania, países todos en los que se avecinan batallas electorales que tendrán que encajar tales fenómenos; por tanto, se acerca una intensificación del riesgo político para la Unión Europea, que puede paralizar las decisiones de la integración europea cuando más precisa es.
Además, el shock electoral británico, sobre el que crece el arrepentimiento de buena parte de la gente que votó por la salida y de otra que consideró que no era importante votar, ha vuelto a activar los temores económicos, echando sal en las heridas no cerradas de la crisis financiera. El nerviosismo de los mercados financieros ha hecho más evidente que antes que los problemas de la banca no están del todo resueltos en varios países europeos, algunos tan capitales para el funcionamiento de la Unión como Italia, que podría precisar un rescate bancario al estilo del español de hace cuatro años. Han puesto de manifiesto de nuevo que países que parecían haber cruzado el umbral del peligro, como Portugal, vuelvan al centro de la especulación con la sospecha de que un nuevo rescate podría ser necesario.
Ante este panorama, los grandes países europeos quieren acelerar los procesos abiertos, especialmente el británico, para no contaminar al resto de la Unión o al electorado alemán, francés o italiano, que se enfrenta también a una consulta para definir el futuro del Senado por la que ha apostado el primer ministro Renzi. Pero nada podrá hacer nadie hasta que el Gobierno de Londres decida invocar el artículo 50 del Tratado de la Unión para pedir la salida, y tal cosa no ocurrirá, si es que al final ocurre, hasta que en octubre haya un nuevo Gobierno en Reino Unido, una vez calmada la marejada del partido tory tras la espantada política del premier David Cameron.
Entre tanto, el dinero no sabe qué determinación tomar, dado que la expectativa del largo plazo ha quedado en suspenso hasta saber si Reino Unido saldrá de la UE, y qué consecuencias políticas tendrán las elecciones en los grandes países europeos. La pequeña prima que estaba ofreciendo Europa a los inversores frente a EE UU por la subida de tipos de interés allí iniciada por la maduración de su ciclo económico, se ha desvanecido. Las apuestas de los inversores vuelven a centrarse de nuevo en la primera economía del mundo, junto con los países emergentes que han superado los vaivenes cambiarios; y en el caso de Europa, las empresas cotizadas con buenos dividendos y recurrentes pueden convertirse de nuevo en oportunidades de refugio hasta que desaparezca la tormenta que llega por el Canal de La Mancha. Dado que la volatilidad entrará de nuevo en juego durante todo el verano, y teniendo en cuenta el alto componente político de la inestabilidad, la deuda soberana puede no ser una buena idea, sobre todo los bonos emitidos por países periféricos como España, Italia o Portugal.
Con Información de: Cinco Dias