Uno de los grandes reclamos del populismo es su aversión a las élites: una casta burocrática que, según su imaginario, se mantiene atrincherada en sus privilegios y sus despachos con aire acondicionado, lejos de la realidad que manipulan con reglas abstractas. Después de enfrentarse a las agencias de inteligencia y de ningunear al servicio diplomático, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha tensado su relación con otra de las grandes instituciones del país: las Fuerzas Armadas.
El Político
El Comandante en Jefe ha intervenido en tres casos de militares implicados en crímenes de guerra. A dos, uno de ellos condenado a 19 años de prisión, los ha perdonado, y a un tercero le ha restituido el rango, invalidando una decisión del tribunal militar y cuestionando el criterio de la jerarquía. Cuando Trump expresó el deseo de actuar, el Departamento de Defensa le pidió que se abstuviera y dejara las cosas en manos del Código Uniforme de Justicia Militar.
Pero Trump siguió adelante, y desde entonces ha enarbolado sus decisiones en mítines, hasta el punto de invitar al escenario a los dos criminales perdonados. El teniente Clint Lorance y el mayor Matthew Golsteyn compartieron la tribuna con Trump durante una gala de recaudación del Partido Republicano en Florida.
“Los criminales de guerra son ahora, oficialmente, peones políticos del presidente. No ha tardado nada”, declaró Bishop Garrison, veterano y miembro de Human Rights First. Otros militares retirados y en servicio han considerado las acciones del presidente como una intromisión en el código de honor del ejército. El caso que más roces ha generado con el Pentágono, según una investigación de ‘The New York Times’, es el del soldado de élite Edward Gallagher.