De cara a la persistencia de protestas contra los mandatos de vacunación que por semanas han ocupado la capital y otras localidades, el primer ministro canadiense Justin Trudeau invocó una ley de emergencia nacional.
Este dispositivo aumenta considerablemente los poderes del gobierno. Entre otras cosas, le permite restringir la libertad de tránsito. Podrá ahora impedir concentraciones de personas en ciertas áreas. Podrá congelar cuentas bancarias de ciudadanos. Se presume que algunas o todas estas medidas serán empleadas contra los manifestantes.
Debido a lo atípico y contundente de la medida para una democracia desarrollada como Canadá, las reacciones no se hicieron esperar. Dentro y fuera del país, personas han opinado que Canadá dejó de ser un país libre para convertirse en una autocracia. ¿Es esta una apreciación acertada? Veamos.
No es blanco y negro
Cuando se habla de democracias y dictaduras, hay un problema tremendo en entender estos conceptos como ideas platónicas, invariables. Es más bien una cuestión de grados. Se puede ser más o menos democrático en la medida en que los rasgos de una democracia persistan o no.
Si en una democracia se da de forma extraordinaria una conducta propia de una dictadura, eso no significa que deja de ser una democracia. Dependiendo de cuánto dure la situación, podemos decir que ese Estado se volvió menos democrático, en todo caso.
Muy a duras penas se puede juzgar que un Estado es o no es una democracia a partir de una medida específica de dicho Estado. Sobre todo si la medida ocurre en el contexto de una crisis.
Para determinar si un gobierno es democrático o autoritario, hay que hacer evaluaciones amplias que tengan en cuenta muchos más factores que los que, por lo general, se vean afectados por una sola medida. La clave está en distinguir entre lo incidental y lo sistemático. ¿Las elecciones son fraudulentas? ¿Los periodistas son perseguidos por mostrar lo que incomoda al gobierno? ¿El poder judicial está sometido al ejecutivo?
Lo que hay detrás
Ninguna de las respuestas es afirmativa cuando se piensa en el caso canadiense. Las probabilidades de que ello cambie en el corto o mediano plazo son mínimas. La propia medida gubernamental que irritó a muchos está sujeta a control parlamentario. Trudeau no puede hacer absolutamente lo que quiera.
¿A qué se deben entonces los gritos de “tiranía” y las comparaciones de Canadá con el Tercer Reich o la dictadura comunista cubana? Son más ruido ideológico que análisis con fundamento. Las protestas antivacuna se han ganado la simpatía de corrientes de opinión de derecha conservadora o liberal en todo el mundo. Grupos que además se oponen a la centroizquierda que representa Trudeau. La situación canadiense les brinda una oportunidad para alzar la voz.
Nada de esto quiere decir que cualquier crítica a la invocación de la ley de emergencia sea ilegítima. Su alcance es ciertamente digno de debate. Y en ninguna circunstancia los ciudadanos de un país deben bajar la guardia y confiar ciegamente en que un gobierno no abusará ni siquiera un poco de medidas como esta. Si lo hicieran, los incentivos para moverse eventualmente hacia un autoritarismo real serían fuertes.