Un amigo que anda por Canadá desde hace años me contaba que al principio, cuando la nieve y la nostalgia lo encerraban en su apartamento por días, usaba un remedio infalible para romper la clausura: llamaba a la embajada cubana. Siempre le salía al teléfono una voz gruesa, desagradable, que vociferaba: "¡ordene!". Entonces mi amigo recordaba sus años en el ejército, a algún militar reciclado como civil gruñendo "¡ordene!", sonreía, miraba por la ventana, y una vez más se alegraba de ver tanta nieve entre su apartamento canadiense y la Isla.
No hay una explicación coherente, sana, para el rencor y el maltrato de un gobierno a sus emigrantes por razones ideológicas, políticas. Fue muy común en los países comunistas del Este. Y también en las dictaduras de derecha, sobre todo las latinoamericanas; aquella sádica advertencia de que quien entraba sin permiso al país no salía vivo de él. En tales regímenes quienes se van adquieren de inmediato el título de apátridas, gusanos, cucarachas, escuálidos y otros epítetos. Se les permite el regreso, casi siempre temporal —porque jamás volverán a ser confiables—, a quienes crean asociaciones pro-gubernamentales, trabajan directa o indirectamente para los servicios de inteligencia o terminan abdicando en público de su ideario político.
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Con frecuencia los gobiernos de talante totalitario se escudan en asuntos de seguridad para prohibir el reingreso de los compatriotas. Llevan algo de razón; son tan rechazados por quienes viven fuera y también por los de adentro, que una sola chispa podría encender la mecha. Carentes de la legitimidad del voto, esos regímenes deben cuidarse de aquellos que han experimentado la libertad y la responsabilidad ciudadana de poner y quitar a sus servidores.
Pero no solo es el detalle de la seguridad lo que explica tanto resentimiento hacia quienes se marchan por razones políticas. En tales sistemas, donde todos pueden ser "desleales" hasta demostrar lo contrario, prevalece la verticalidad del mando al estilo militar. Irse, emigrar, es sinónimo de deserción, de traición a la tropa, de huida en medio del combate. Y si a esos individuos se les fusila en la guerra, en la paz se les ignora, se les convierte en no-personas, se les borra de los registros culturales, deportivos y científicos. Los emigrantes desafectos al régimen se tornan invisibles, impronunciables sus nombres; no importa cuánto hayan aportado a la sociedad.
El caso cubano
En el caso cubano, los emigrantes han tenido que pagar un precio muy alto por la osadía de vivir fuera de la Isla, sobre todo si no colaboran con el Gobierno o han expresado ideas diferentes, aun de forma pacífica. Incluso, cual ciudadanos-soldados, para emigrar de la isla-tropa han tenido que ganarse el "derecho". Unos cortando caña, otros en la construcción, y los más favorecidos esperando la llamada "carta de liberación", un documento que, a discreción de un ministro, puede darles la vida o la muerte al emigrante y su familia.
Todo esto explica en parte la tragedia de esta emigración masiva nacional a través de América. Muchos cubanos se han lanzado en una empresa casi suicida sin entender que para el Gobierno de su país dejaron de ser un problema, y que no le disgustaría verlos fracasar, de regreso al redil insular. Quienes viran hacia la Isla llevaran el mensaje implícito: dentro de la Isla todo, fuera de ella, nada.
El Gobierno norteamericano es también responsable de la desventura de tantos cubanos. Aun cuando la causa de la emigración masiva no son las leyes norteamericanas sino la situación en que viven millones de personas, la llamada ley de pies secos/pies mojados es un estímulo a una caminata que es una inmolación a través de la selva. Por otro lado, la Ley de Ajuste ha sido desvirtuada y manejada al antojo de los políticos. Es curioso como los gobiernos demócratas han estado detrás de cada migración cubana en Camarioca, Mariel, Guantánamo y ahora en Centroamérica. Juegan con cartas marcadas; son los "buenos" de la película, dicen tener los brazos abiertos y recibir a todos los cubanos, y cuando se complica el dominó culpan a los "duros" republicanos.
El régimen insular conoce perfectamente ese juego hipócrita. Y también juega el suyo. Dice querer derribar las leyes que favorecen a los cubanos desafectos —rédito político— pero al mismo tiempo desea su rápida inserción en la sociedad norteamericana a través de la residencia expedita, lo cual garantiza miles de millones de dólares sin impuestos ni sacrificios adicionales —rédito económico.
A la tragedia humanitaria de esta última emigración masiva todavía le quedan algunos capítulos. Nadie parece tener interés en resolverla. Probablemente casi nadie pueda. Lo peor es que todos se acusan mutuamente sin que nadie asuma la cuota de responsabilidad que le toca. Desgraciadamente, los cubanos internados en la Selva del Darién encarnan el último episodio de tanta desidia y manipulación política.
Da pena verlos gritar "!queremos seguir!", como si a los norteamericanos le interesaran, y estuvieran esperándolos con los brazos abiertos cual héroes desafiantes del comunismo tropical. Duele verlos pedir ayuda a gobiernos y pueblos que los rechazan, porque la propaganda del régimen ha sido efectiva etiquetándolos de "gusanos" y delincuentes. Es preocupante saber que si regresan a Cuba, además de no tener ya casi nada, no se les perdonará semejante desacato.
Con información de El Diario de Cuba