Hablar de paz en Colombia es una quimera. Las variables que intervienen para que Colombia siga siendo uno de los países más violentos del planeta se transforman con el transcurso de los años.
Beatriz de Majo / El Político
La firma de un Acuerdo de Paz entre el gobierno y los insurgentes de las FARC debía haber producido un cambio definitivo en ese terreno y no ha sido así.
Un nuevo conjunto de circunstancias, nuevos actores y transformaciones en el accionar de viejos alzados en armas que son hoy protagonistas del crimen, se empeñan en que el país no esté en calma.
No lo va a estar mientras el ELN no se incorpore en un proceso de dejación de las armas;
- mientras las disidencias de las FARC no cesen en su empeño de desestabilizar el país; mientras los grupos armados ilegales no hayan sido desactivados;
- mientras el tráfico de drogas sea un componente activo de la violencia;
- mientras el régimen de Nicolas Maduro siga siendo uno de los principalísimos actores que alimentan el narcotráfico y el crimen.
Ninguno de estos cinco componentes se asoma en el horizonte cercano.
13.000 combatientes de la guerrilla de las FARC habían dejado las armas a raíz de la suscripción del Acuerdo de Paz de La Habana en el 2016. Desde entonces hasta el fin del año 2021, 1.270 líderes sociales han sido asesinados al igual que 299 firmantes de los acuerdos.
Solo en los dos años pasados- 2020 y 2021-se han registrado 179 masacres, es decir una cada cuatro días.
El manejo de la instrumentación oficial de los acuerdos de paz ha sido muy deficiente, por inexperiencia, falta de recursos económicos, desinterés o por cualquier otra causa.
Es así como la dificultad en la reinserción de los desmovilizados también es una rémora en la vía hacia la pacificación.
Tal situación crea un ambiente propicio al retorno de los excombatientes a las atrocidades delictivas, aunque las autoridades aseguran que un 95% de los desmovilizados continúan acogidos al proceso de Paz.
Un eslabón importante de esta cadena que impide la adecuada implementación de los acuerdos de La Habana está representado en el Clan colombiano del Golfo, la organización que se ha erguido en el más poderoso obstáculo al reto gubernamental de la restitución de la institucionalidad.
Su accionar está claramente dirigido a sembrar el caos a través de crímenes masivos como el asesinato sistemático de lideres sociales, en particular los reclamantes de tierras y los dirigentes de la sustitución de cultivos ilícitos.
Por ejemplo, los acuerdos realizados por el gobierno con 85.000 familias para la sustitución de cultivos son constantemente torpedeados por este Clan. Dentro de sus actuaciones son exitosos en aquello de sembrar pánico entre las poblaciones campesinas para luego ofertarles protección ante la incapacidad gubernamental de contener la violencia.
Lo que ha dado en llamarse “Disidencias de las FARC” no es sino una manera convencional – y equivocada- de calificar a fuerzas tan sanguinarias como las originales, con su mismo entrenamiento y armas, con la misma motivación y relación perversa con el mundo de las drogas y consustanciadas con los mismos delitos de sus predecesoras, sin propuesta política ni doctrinaria de ningún género.
Y si lo anterior fuera poco, soportadas además por el régimen vecino venezolano al que no asusta la violación de los derechos fundamentales de las personas y a quien mueve una ambición de lucro inenarrable.
En un anterior articulo hablábamos de la contaminación del narcotráfico con el accionar de los carteles mexicanos que se han sumado a los colombianos. Nunca Colombia estuvo más activa que en este tráfico ilegal que en los pasados dos años. Y lo anterior se da de la mano por la batalla entre todos los actores por controlar el negocio y los corredores de tránsito de la droga.
Pacificar parece ser una ilusión inalcanzable. La desaparición forzada, las ejecuciones sumarias, los falsos positivos, el secuestro y la tortura son cosa de todos los días en el campo que, sin haber sido abandonado a su suerte, es víctima hoy de ese conjunto de circunstancias sobre las cuales actuar se ha vuelto una tarea titánica.
Un lustro nos separa del histórico Acuerdo de la Habana y la violencia sigue intacta, cobra vidas y siembra el terror por doquier.
El mes pasado la Cruz Roja Internacional emitió un informe e hizo un llamado a la acción:
“El número de desplazados internos, heridos o muertos a causa de la violencia y del persistente conflicto armado, ha alcanzado su nivel más alto en cinco años”.
Seguimos hablando de paz en la vecina tierra neogranadina y ello no pasa de ser un proyecto inalcanzado, una ilusión, un espejismo.