La polarización profunda de Estados Unidos y los contrastes entre los candidatos a las presidenciales de noviembre se proyectarán este lunes en la noche en el escenario de la Universidad de Hofstra (Nueva York). Donald Trump y Hillary Clinton debatirán a partir de las 21.00, hora local, ante decenas de millones de telespectadores en todo el mundo. Trump es una estrella de los reality shows, y domina como pocos el medio televisivo. Clinton, que puede ser la primera mujer presidenta, es la aspirante mejor preparada en décadas. Si se hace caso a las precedentes, los debates raramente deciden las elecciones.
Toda campaña electoral, en EE UU tiene sus momentos fuertes. Uno de estos momentos son las convenciones en las que cada partido nomina oficialmente a su candidato. El otro momento estelar son los debates. Al contrario que en las convenciones, los candidatos ya no comparecen por separado. Y hay margen para el suspense. Todo puede ocurrir en los 90 minutos que la demócrata Clinton y el republicano Trump compartirán escenario en Hofstra.
Empezando por si ambos candidatos se darán la mano, dada la hostilidad personal, hasta la posibilidad de que un exabrupto de Trump desestabilice a Clinton, o un argumento de Clinton saque a Trump de sus casillas, todo es impredecible en el primero de los tres debates presidenciales de este otoño.
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La expectación es extraordinaria. Se esperan más de cien millones de telespectadores, una audiencia equiparable a la final de la Superbowl o a los últimos episodios de series como MASH en 1983 (106 millones). A esto hay que añadir los espectadores en el resto del planeta. Porque el debate Trump-Clinton es un acontecimiento planetario. Como dice The New York Times, uno de esos raros eventos que en tiempos de fragmentación mediática —cada uno con su móvil, con sus medios, con sus ‘amigos’— crea comunidad.
Clinton llega con ventaja sobre Trump en los sondeos, pero es una ventaja que no ha dejado de reducirse en el último mes y que ha disparado el nerviosismo en los demócratas. Y en las principales capitales de los países aliados de EE UU. Les cuesta hacerse a la idea de que el sucesor de Barack Obama en la Casa Blanca pueda ser Trump. Se trata de un magnate inmobiliario y estrella de la telerrealidad que ha construido su carrera política sobre la base de comentarios xenófobos, insultos a diestro y siniestro y falsedades sistemáticas, así como amenazas y promesas que supondrían un viraje en la política internacional de Washington (tres ejemplos: defiende la tortura, reniega de la OTAN en su forma actual y proclama su afinidad con la Rusia de Vladímir Putin).
El politólogo John Sides es el coautor de The gamble (La apuesta), un estudio empírico sobre la campaña presidencial de 2012. Entre las leyendas que Sides destruye figura la de los game-changers. Literalmente, las jugadas que cambian el curso de un partido. Y entre los game-changers de la campaña, los debates son seguramente uno de los más sobrevalorados. Sí, pueden repercutir en los sondeos, pero no lo suficiente como para modificar la trayectoria de la campaña, que depende de una panoplia de factores.
“Incluso si los debates alteran los sondeos, ¿tienen un impacto relevante en el margen que separa a ambos candidatos?”, se pregunta Sides en un correo electrónico. “La historia nos indica que, para un candidato que se encuentra a cuatro puntos, sería difícil aprovechar una excelente actuación en un debate para ganar en noviembre. Es lo que Trump necesita. Pero una ventaja de cuatro puntos significa que incluso un cambio de dos puntos en cualquier dirección es significativo. Es lo que marca la diferencia entre una noche electoral bastante cómoda para Clinton y algo mucho más incierto”.
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