Fue un espectáculo inusual. Las manifestaciones populares forzaron la renuncia de Ricardo Rosselló, gobernador de Puerto Rico.
Carlos Alberto Montaner/El político
Era la primera vez que algo así sucedía desde 1898, cuando Estados Unidos le arrebató a España la soberanía de la Isla en lo que se conocería como la Guerra Hispano-Estadounidense o Hispano-Cubana-Estadounidense.
Sin embargo, el núcleo central del conflicto permanece intacto. Aparentemente, las razones de este episodio tienen que ver con la corrupción del gobierno y la divulgación de un chat vulgar en el que Rosselló y unos veinte amiguetes y funcionarios hacen comentarios ofensivos sobre adversarios políticos, o artistas de primer orden, como Ricky Martin, pero esa no es toda la verdad.
Esa es la superficie. Debajo, como un fantasma del siglo XIX, yace el problema del estatus: independencia, autonomía o estadidad plena. Ante la manifiesta insensibilidad y estupidez de Rosselló y sus conmilitones, salieron a las calles los independentistas y los autonomistas o “populares”.
Tenían razón para estar indignados, pero las casi 900 páginas del chat eran anecdóticas. Resultaban una magnífica coartada. La clave oculta de la protesta era el estatus.
Conozco la Isla muy bien. Viví en ella de 1966 a 1970. Enseñé en una universidad privada y allí nos nació un hijo. Es un sitio hermoso y entrañable. Es verdad que ha pasado más de medio siglo, pero nada ha cambiado en el orden político desde 1898, salvo las proporciones de las tres tendencias.
Hace medio siglo los independentistas ocupaban el 5 % del censo electoral. Los autonomistas (o “estadolibristas”) eran, más o menos, el 60%, y los estadistas que deseaban transformar a la Isla en el estado número 51 de la Unión Americana se movían en torno al 35%.
Hoy parece que el independentismo continúa siendo el 5 % de los electores, mientras el resto de la población se divide a partes similares entre autonomistas y estadistas. Unas veces las elecciones las ganan los “populares” y otras los “estadistas”. Hace 50 años sólo ganaban los autonomistas.
Esto me lo advirtió, con cierta melancolía, Wilfredo Braschi, un magnífico escritor, inteligentísimo, amigo de Luis Muñoz Marín, caudillo del autonomismo: “la tendencia es imparable. Cada vez será mayor el número de los partidarios de la estadidad”.
El golpe definitivo contra los independentistas puertorriqueños lo asestó el Congreso de Estados Unidos. En 1917, les otorgó la ciudadanía norteamericana a todos los boricuas nacidos o por nacer en la Isla. Eso les permitía instalarse en “territorio continental” sin limitaciones.
Hoy hay más de 5 millones en Estados Unidos y apenas 3,300,000 en Puerto Rico. (La Florida es el estado que posee el mayor número de puertorriqueños: más de un millón).
La estabilidad de la Isla, el estado de derecho, las instituciones republicanas, la ciudadanía norteamericana, a la que muy pocos boricuas están dispuestos a renunciar, las libertades individuales, y, en definitiva, los vínculos con Estados Unidos, hacen que los puertorriqueños cuenten con un per cápita de cuarenta mil dólares anuales, situándose a la cabeza de América Latina, aunque están a la cola de Estados Unidos.
Simultáneamente, no existe la pobreza extrema, ni niños que pasen hambre, carezcan de escuela o de atención médica. Incluso, se da la paradoja de que la esperanza de vida en Puerto Rico (unos 81 años) es algo más alta que la de Estados Unidos.
Lo mismo ocurre con la educación postsecundaria: el 47,1% de los boricuas participan de ella. Si bien es cierto que la media de Estados Unidos es 47.6%, los puertorriqueños superan a 20 de los 50 estados de la Unión.
Ninguno de estos datos objetivos niega los inmensos problemas que tiene la sociedad puertorriqueña: el consumo de drogas, la violencia relacionada con este flagelo, la enorme deuda externa o el tamaño proporcionalmente gigantesco de su sector público, pero, como suelen decir en la Isla, nada que no les permita “bregar” adecuadamente con esos conflictos.
¿Qué ocurrirá, en definitiva, a partir de la renuncia de Rosselló? Pues nada. Todo seguirá igual hasta que, dentro de muchos años, el número de estadistas sobrepase con creces a los autonomistas y pidan decididamente la incorporación a Estados Unidos. Esa es la tendencia observable. Me lo advirtió, melancólicamente, Wilfredo Braschi.