Cuando el pebetero de los Juegos Paralímpicos se apague el próximo domingo en el estadio Maracaná de Rio, terminará oficialmente el ciclo de gigantescos eventos organizados en Brasil, que queda ahora ante el enorme reto de salir de la crisis que le agobia.
Quedan atrás el Mundial y la Copa Confederaciones de fútbol, la cumbre de la ONU sobre medio ambiente Rio+20, la Jornada Mundial de la Juventud con el papa Francisco, además de los Juegos Olímpicos. Todos concentrados en los últimos cuatro años bajo la sombra de la duda, los atrasos y el rechazo popular en protestas callejeras.
Pero al final, Brasil siempre cumplió y realizó cada evento con éxito, mucha gente y sin incidentes.
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Pero en los años que abarcan este ciclo, que se podría decir comenzó en 2007 cuando ganó el derecho a acoger el Mundial, el gigante latinoamericano de 200 millones de habitantes pasó de ser una boyante economía emergente al actual país en recesión, sacudido por una traumática transición política.
La presidenta de izquierda Dilma Rousseff fue destituida el 31 de agosto por el Senado, en un proceso que denunció como un "golpe de Estado"; y su antecesor Lula, que gobernaba cuando se decidió que el país organizaría los dos mayores eventos deportivos del mundo, enfrenta acusaciones de corrupción.
El legado del Mundial y los Juegos causa disensos, entre quienes subrayan el alto riesgo de que las millonarias inversiones en instalaciones deportivas se conviertan en elefantes blancos y quienes destacan las obras de infraestructura que se realizaron para transformar algunas ciudades, principalmente Rio.
Seguridad y desempleo son otros de los temas que quedan abiertos a discusión, cuando el fuego paralímpico se apague.
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