Es verano y hace calor. ¿Mucho, demasiado, normal? La respuesta a la conversación más trivial por antonomasia, esa pequeña charla de ascensor con desconocidos, es hoy capaz de desatar tórridos debates que parecían reservados a la política y la religión.
Por Alejo Schapire
En esta época del año, en el hemisferio norte brotan en las pantallas de tv mapas de Europa y Estados Unidos teñidos de un negro carbón, bordeados por ondas violáceas que cambian al bermellón o al naranja lava. El todo, salpicado de cifras que no entran en un termo humano.
El espectador cree ser Frodo asomándose a las entrañas del volcán Orodruin para derretir el anillo. Estas cartografías tienen en las redes su correlato burlón, un mapa de la misma región y cifras equivalentes o superiores de años anteriores pero presentadas entonces con colores más suaves, amarillos pálidos, en todo caso con una paleta que no evocaba el infierno, como hoy. Los chequeadores profesionales también meten cuchara para zanjar si hay un abuso cromático de la información prevista para confirmar una anomalía.
¿Cómo llegamos a esto? ¿Por qué habría gente empecinada en inventarse un apocalipsis y otra en negarlo, sobre todo cuando puede zanjarse la cuestión con evidencias científicas?
En 2006, la serie South Park puso en escena (episodio 4, temporada 10) al ex presidente demócrata convertido en militante climático Al Gore. En este capítulo, el ridiculizado Gore asusta a los chicos de la escuela de South Park advirtiéndoles sobre la amenaza del terrible ManBearPig, un monstruo “mitad humano, mitad oso, mitad cerdo” (sic) que merodea al acecho de humanos. En opinión de Stan, uno de los chicos de South Park, Gore es un pobre “loser” que arma todo un circo “como una excusa para llamar la atención sobre él”. La idea era burlarse del exvicepresidente que había lanzado su documental “Una verdad incómoda”, que alertaba sobre los nefastos efectos del cambio climático de origen humano. Para los creadores de South Park, Gore jugaba con el miedo en un ejercicio de egocentrismo.
El rechazo al activismo verde
En los últimos tiempos, los activistas climáticos han llevado a cabo acciones espectaculares, ensuciando con pintura obras maestras del arte occidental en museos europeos, la Fontana de Trevi (que requirió una limpieza muy poco ecológica), las fachadas de ministerios o bloqueando la circulación en las rutas. Estas intervenciones, una carga de organizaciones como Just Stop Oil o Extinction Rebellion son muy rechazadas por la opinión, que se pregunta qué culpa tienen Van Gogh o Monet del cambio climático. En Francia, una encuesta publicada por Le Figaro el 17 de julio , indicaba que el 88% de la población se opone al enchastre de obras en museos para llamar la atención, mientras que el 85% reprueba cuando se trata de instituciones o acciones en medios rurales.
Como lo implementaron en su momento South Park, existe una dimensión absolutamente narcisista en este activismo climático, donde el militante se pone en escena quejándose, violando deliberadamente la ley o el derecho a circular (estima que cualquier cosa es menos grave que el Apocalipsis) y mediatizando instantáneamente su heroísmo y lágrimas. Al margen del postureo, estas acciones a carga de occidentales urbanos blancos es el resultado de la ecoansiedad alimentada en permanencia por un sistema institucional que ha decidido que la frágil adolescente Greta Thunberg se convierte en altavoz del Juicio Final, propulsándola desde su escuela desertada a aleccionar al mundo en la ONU. Y cuando la sueca borra un tuit escrito hace 5 años anunciando que para estas fechas el mundo debería haber dejado de existir, no hace para muchos más que confirmar que su alarmismo es producto de la imaginación al servicio de una ideología.
¿Qué ideología?
La radicalidad en la toma de conciencia de la fragilidad del medioambiente está en el origen mismo de la ecología política. Aunque en sus inicios los partidos verdes apuntaban exclusivamente a esta temática y eran transversales, con el tiempo los más ruidosos y organizados fueron definiendo una línea anticapitalista, situándose de manera asumida en la izquierda y acogiendo a muchos huérfanos de la izquierda postsoviética en busca de una nueva radicalidad sin el estigma del estalinismo. Era la lucha anticapitalista por otros medios, la ecología sandía: verde por fuera, roja por dentro. Fue cuestión de tiempo para que el movimiento antirracista, decolonial y la ideología de género sumara una cuarta cabeza a la hidra wake: la ecología radical. Incluso explorando injertos, como el “ecofeminismo”. El enemigo era el mismo: el hombre blanco occidental capitalista. Por supuesto, el racismo, machismo, esclavitud y la destrucción del medioambiente en el tercer mundo “racializado” no existe en esta grilla de lectura.
El problema es que, como ocurre con los feminismos que terminan borrando a la mujer o el antirracismo que justifica la discriminación por color (invirtiendo el paradigma), los asuntos que son de legítima preocupación como el machismo y el racismo se basa en sospechosos por quienes han monopolizado y secuestrado esas temáticas en el debate público. Con el cambio climático pasa lo mismo. Hay gente dispuesta a negarlo, así como la responsabilidad humana, simplemente porque ha sido instrumentalizado por ideólogos que han encontrado aquí otra manera de vomitar su detestación de Occidente, de ellos mismos. El abrumador consenso científico sobre el cambio climático no debe quedar oculto por los idiotas que ensucian obras impresionistas o suponen que será por fuera del capitalismo y la sociedad abierta que se encontrará con la tecnología y la voluntad de hacer este Planeta un lugar aún habitable. Es difícil no convertirse en la caricatura opuesta del enemigo. Y esto lo entendieron los creadores de South Park. En la temporada 22, la banda de chicos del dibujo descubre que el monstruo ManBearPig realmente existe y le piden disculpas a Al Gore 18 años después de haberlo ridiculizado.
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