La democracia brasileña debe renovarse para superar una guerra de poderes rampante y sobrevivir a la mayor investigación sobre corrupción en América Latina, afirman analistas.
Una partida se juega entre Brasilia, identificada por millones de brasileños con una clase política venal, y la puritana Curitiba (sur), desde donde el juez Sergio Moro y los jóvenes fiscales de la Operación Lava Jato (Lavadero de autos) emiten acusaciones, órdenes de arresto y condenas contra implicados en el caso Petrobras.
Otro duelo opone el Supremo Tribunal Federal (STF), que juzga a personas con fuero privilegiado, a un Congreso celoso de sus prerrogativas y a congresistas de casi todos los partidos, temerosos por su libertad.
La guerra arrecia y erosiona las instituciones.
Un magistrado del STF se atrevió este mes a ordenar la destitución del presidente del Senado, Renan Calheiros, quien ignoró la intimación y logró que el plenario de la corte se resignara a revertirla.
El Congreso, por su lado, tramita leyes para cercenar los salarios de jueces y fiscales o para exponerlos a sanciones por "abuso de autoridad".
"Esas medidas no resuelven nada, son puras venganzas", se alarma Ivar Hartmann, profesor de Derecho de la Fundación Getulio Vargas, de Rio de Janeiro.
"Ambiente de linchamiento"
"Lava Jato tiene vida propia. Nadie tiene condiciones de controlarla", afirma Marcos Cepik, profesor de relaciones internacionales y de cuestiones de defensa en la Universidad de Rio Grande do Sul (UFRS).
Los articuladores del impeachment de la presidenta de izquierda Dilma Rousseff en agosto se hallan en posición delicada: el ultraconservador Eduardo Cunha, que era presidente de la Cámara de Diputados, está preso en Curitiba; Calheiros enfrenta un juicio por una antigua causa de peculado; y el presidente Michel Temer aparece citado en filtraciones de las "confesiones premiadas" de 77 exejecutivos de la constructora Odebrecht, actor clave en el esquema de corrupción de Petrobras.
Según esas revelaciones, las constructoras no solo sobornaban a políticos para ganar licitaciones en la petrolera estatal, sino también para obtener leyes y decretos favorables a sus negocios.
"Con esas filtraciones semanales quieren dilapidar la estabilidad del país. Con este ambiente de turbación, de linchamiento, de Revolución Francesa, no habrá inversiones", advirtió el líder del gobierno en el Congreso, Romero Jucá (también investigado por la Lava Jato), en una entrevista publicada el viernes por el diario O Estado de S.Paulo.
El expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, líder histórico de la izquierda, contra quien ya pesan cuatro acusaciones, denuncia procesos plagados de arbitrariedades.
Cepik cree que la "República de Curitiba" deberá perder radicalidad para proseguir su labor. Su hipótesis optimista: que de estas convulsiones emerja un Brasil "con baja tolerancia a la corrupción". La pesimista: el fin del Lava Jato. Eso, afirma, sería "el fin de Brasil".
Reformas, pese a todo
Temer, que era el vicepresidente de Rousseff, pretende concluir su mandato, a fines de 2018. Su programa: una cura de austeridad para recuperar la confianza de los mercados y sacar al país de la recesión.
Su popularidad está por los suelos (10%, según Datafolha), pero su mayoría parlamentaria le ha permitido avanzar con su agenda, apunta Murilo Aragao, de la consultora de riesgo político Arco Advice.
Ejemplos de ello: la congelación del gasto público, la apertura del sector petrolero o un nuevo plan de concesiones de obras de infraestructura (proyecto PPI).
La presión social, además, no es por ahora tan fuerte como la que se hizo sentir contra Rousseff.
"Hay movilizaciones por la moralidad política, pero no contra el gobierno", dijo Murilo Aragao a la AFP.
Todo ello, sin embargo, podría cambiar "si las revelaciones de Odebrecht siguen siendo muy tóxicas", admite.
Sin contar con que la justicia electoral podría anular la elección de 2014, de comprobarse que hubo financiación ilegal de Odebrecht en la campaña de la fórmula Rousseff-Temer.
Lea la nota completa en El Nuevo Diario