En tan solo un par de semanas, la Corte Suprema de Estados Unidos le ha brindado a la derecha de ese país tres victorias en asuntos que polarizan a la sociedad. Eliminó el derecho constitucional al aborto, vetó una ley del estado de Nueva York que limita el porte de armas y redujo la capacidad de una agencia federal para restringir el uso de combustibles fósiles.
En el caso del aborto, la mayoría conservadora en el tribunal detrás de todos estos fallos argumentó que aspiraba a aplacar las divisiones en la materia. ¿Cómo? Permitiendo que las legislaturas de cada estado, electas por los ciudadanos, sean las que decidan si permiten el aborto o no.
Pero lo más probable es que esa y las otras dos sentencias terminen generando una polarización incluso mayor. Ello se debe al contexto en el que ocurren y a la composición actual de la corte. Veamos.
Desconexión riesgosa
En teoría, los jueces de la Corte Suprema deben dictar jurisprudencia sin reparar en la opinión popular al respecto. También se supone que interpreten las leyes sin influencia de la política partidista. Es por eso que son funcionarios no electos democráticamente y con un período que dura hasta su retiro voluntario o muerte. La idea es dar estabilidad al marco legal de la república, sin la presión de las pasiones cambiantes de las masas.
Sin embargo, todo esto supone que para que la corte no democrática tenga un funcionamiento en armonía con la sociedad se deben cumplir varias condiciones tácitas. En primer lugar, las decisiones contrarias a la voluntad de la mayoría ciudadana deberían ser más excepción que regla.
De lo contrario, si dicha voluntad es sistemáticamente contrariada por un puñado de individuos no electos popularmente, el resultado pudiera ser una pérdida severa de legitimidad a los ojos de la sociedad. Porque el dispositivo para evitar que la democracia degenere en tiranía de la mayoría termina siendo como un gobierno de la minoría, o al menos luciendo como tal.
Imparcialidad a medias
En segundo lugar, los jueces de la corte realmente no actúan de forma totalmente objetiva e imparcial. A diferencia del Derecho romano, el Derecho anglosajón da un peso enorme a la interpretación de la ley. De manera que hay un terreno enorme para la subjetividad y las creencias personales de cada juez.
A sabiendas de ello, los responsables de nombrar magistrados de la Corte Suprema actúan en consecuencia. El Presidente propone un candidato para llenar una vacante, y el Senado lo confirma o rechaza por mayoría simple. Cada partido, por supuesto, busca elevar al tribunal a jueces que compartan su visión en polémicas clave.
Sin embargo, por generaciones hubo un compromiso informal entre republicanos y demócratas para evitar que la corte quedara desproporcionadamente inclinada hacia un lado u otro del espectro ideológico. Que hubiera un cierto equilibrio, para que ninguna facción tuviera un poder desproporcionado de cara a una sociedad en la que ambas se turnan rápidamente el apoyo mayroitario.
Normas acomodaticias
Otra regla tácita de la política estadounidense permitió por muchos años el funcionamiento logístico de la anterior. A saber, cuando se abría una vacante en la Corte Suprema, el Senado permitía al Presidente de turno llenarla con un candidato de su elección, siempre y cuando se tratara de un jurisperito con los méritos académicos y profesionales requeridos. Eso era así aunque el Senado estuviera controlado por el partido opositor a la Casa Blanca.
Pero en 2016, la entonces mayoría republicana en el Senado dio al traste con la norma. No permitió al presidente Barack Obama llenar una vacante que se abrió tras la muerte del juez conservador Antonin Scalia. La medida fue defendida por los republicanos alegando que era año electoral y que debía ser el próximo Presidente quien decidiera. En efecto, el puesto vacío lo llenó un nominado por Donald Trump.
En su momento, esta jugada republicana fue extremadamente polémica. Lo fue aún más luego de que se abriera otra vacante por el deceso de la magistrada izquierdista Ruth Bader Ginsburg en 2020, también año electoral. Esta vez, la misma mayoría en el Senado no aplicó el mismo criterio que cuatro años antes. Trump llenó otro asiento en la corte con un reemplazo de derecha.
Y así se construyó la súper mayoría conservadora en la corte. Para la parte de la opinión pública que se inclina hacia la izquierda, las maniobras del Partido Republicano constituyen un intento injusto e hipócrita de politizar la corte al extremo. Si a eso se agrega que Trump fue un Presidente electo sin el voto mayoritario de los ciudadanos, la percepción de una corte concediendo los deseos de los republicanos de forma no democrática aumenta.
Aliento a una reacción
Entre los demócratas crece un clamor a favor de jugar tan duro como los republicanos para revertir los triunfos que la Corte Suprema dio a los segundos. Hay quienes proponen aumentar el número de jueces del tribunal y aprovechar que la Casa Blanca y el Senado están en manos demócratas para llenar las nuevas vacantes. Otros plantean eliminar un dispositivo del Senado que exige mayorías calificadas para aprobar leyes, de manera que la mayoría simple demócrata establezca legislación pro aborto y en otras áreas.
Todo esto sería legal, pero de seguro rechazado por todo el electorado republicano e incluso por no pocos independientes y algunos demócratas moderados. La sola idea genera denuncias de otra concentración de poder de forma indebida, manipulando o eliminando instituciones del Estado.
De manera que si los demócratas toman cualquiera de esos caminos, la polarización crecerá. Ya está creciendo, en la medida en que su base ve las consecuencias palpables de la toma de la Corte Suprema por conservadores y juzga a sus rivales como sedientos de poder a toda costa.