El ala izquierdista del Partido Demócrata de Estados Unidos se anotó un triunfo táctico importante el viernes pasado. El presidente Joe Biden y otros líderes del partido aceptaron poner en el congelador un proyecto de ley de un billón (millón de millones) de dólares para infraestructura, hasta tanto no haya garantías de que otro proyecto de ley, de 3,5 billones para una plétora de prioridades de la izquierda norteamericana, se hará realidad.
Tal como se explicó previamente en El Político, los llamados “progresistas” de la tolda azul se negaron a brindar sus votos en la Cámara de Representantes para la ley de infraestructura. No se oponen a ella pero exigen que su aprobación vaya de la mano con su hermana más costosa. Un voto para la ley de infraestructura estaba programado para la semana pasada. Pero al darse cuenta de que no habría respaldo suficiente, la presidente de la cámara baja, Nancy Pelosi, lo suspendió.
Los progresistas no disimularon su encanto ante esta decisión. Fue un reconocimiento, con poco o nulo precedente, de su poder en Washington. Se espera que sigan las negociaciones entre facciones rivales del Partido Demócrata con respecto a estas dos leyes. En ellas se podrá ver si la izquierda seguirá haciéndose escuchar.
Marginales no más
No hace mucho, el senador Bernie Sanders era visto como una figura ruidosa pero no muy relevante para efectos del trazado de políticas federales. Un independiente que en la práctica opera como demócrata, por años presionó para que sus colegas abrazaran ideas socialistas nada acordes con el statu quo norteamericano. Su gran problema era que muy pocos en el Capitolio compartían esa visión.
La cosa comenzó a cambiar en 2018, cuando una nueva generación de progresistas fue electa para la Cámara de Representantes. La lista incluye a figuras como Alexandria Ocasio-Cortez e Ilhan Omar. Luego, en 2020, a sus filas se unieron aún más debutantes, como Jamaal Bowman y Cori Bush. Mientras que en 2014 el Caucus Progresista, que amalgama a los congresistas de esa facción, contaba con 68 curules, ahora tiene 95.
Antes, los líderes del partido (por lo general algo más moderados), podían darse el lujo de no tomarlos muy en serio, debido a su relativa escasez. Además, la presidencia polarizante de Donald Trump obligó a la oposición demócrata a mantenerse cohesionada para frenar a la Casa Blanca.
Todo esto ha cambiado. El enemigo común se fue y los izquierdistas, aunque no sean mayoría, tienen suficiente volumen como para no ser desestimados. Sobre todo porque la mayoría demócrata en la Cámara de Representantes es muy ajustada y los republicanos están menos dispuestos que nunca a colaborar con sus adversarios. Todos o casi todos los escaños azules son necesarios para aprobar cualquier cosa. Así lo pudieron comprobar Biden y Pelosi la semana pasada.
El pulso sigue
Mientras que los progresistas celebraban, sus compañeros de partido más de derecha estaban furiosos. Para ellos, lo correcto hubiera sido aprobar la ley de infraestructura y hacer después arreglos a la de los 3,5 billones, que hallan demasiado cara.
Una vez que se calmen las pasiones, al partido completo no le quedará más remedio que volver a negociar. Su éxito bien pudiera depender de ello, justo cuando la popularidad de Biden va hacia abajo.
Se supone que en una negociación todas las partes ceden algo. Para los políticos, negociar con adversarios siempre tiene costos y beneficios. Por un lado, las negociaciones son lo que permite que individuos con intereses e ideas diferentes lleven a cabo grandes proyectos juntos sin recurrir a la coacción autoritaria. Esa es, para la célebre pensadora Hannah Arendt, la esencia misma de la política. Por el otro lado, las concesiones inherentes a una negociación pueden molestar a los seguidores más radicales del que negocia.
Biden ha evitado ponerse expresamente a favor de cualquiera de las facciones de su partido. Pero hay señales de que la Casa Blanca espera que los izquierdistas sean más flexibles luego de su victoria, si ello pone fin al estancamiento. Según reseñó The New York Times, Biden habría dicho a congresistas demócratas en una reunión la semana pasada que si se baja el precio a la ley costosa, de 3,5 billones a 2,3 billones (cifra que los moderados aceptarían), aun así se “podrían lograr muchas cosas”.
Pramila Jayapal, presidente del caucus progresista en la Cámara de Representantes, se mostró abierta a conversar. Pero acceder a reducir el monto de la ley pudiera ser visto por los votantes de izquierda como un gesto de debilidad. Una decepción que haría del triunfo anterior algo pírrico. Después de todo, originalmente los progresistas querían una ley de 6 trillones de dólares y luego aceptaron reducirla a 3,5. Así que reafirmar su poder pudiera volverse intransigencia que obstaculice la agenda de Biden por tiempo indefinido.