Es difícil saber qué país acumula más tributos al marqués de Lafayette: Francia, donde nació, o Estados Unidos. En Norteamérica, el joven aventurero galo luchó del lado patriótico durante la Guerra de Independencia.
Alejandro Armas / El Político
Su experiencia en los campos de batalla de Nueva Jersey y Rhode Island fue parte del inicio de la alianza internacional más antigua de la que Estados Unidos sea parte. Las guerras mundiales consolidaron aún más esta cooperación franco-norteamericana.
En la Guerra Fría, fue una parte esencial del “atlanticismo” que guió al mundo democrático. Una comunidad de democracias en América del Norte y Europa Occidental, unidas contra el totalitarismo.
Era de esperarse que la desaparición de un enemigo común, encarnado en la Unión Soviética, trastocara de alguna manera la alianza, pero eso no quería decir que la colaboración desapareciera del todo. Especialmente si se tiene en cuenta que la democracia internacional sigue teniendo enemigos acérrimos.
Por eso es tan desconcertante el impasse entre París y Washington que se desarrolla desde la semana pasada.
Impase entre Estados Unidos y Francia
Pero la causa del pleito no está en la Quai d’Orsay. Ni en la C Street a orillas del Potomac. Ni siquiera está en el océano que separa a estas capitales. Está en las antípodas.
Todo comenzó con la suscripción de una alianza defensiva entre Estados Unidos, el Reino Unido y Australia, anunciada la semana pasada. Como parte de ella, Washington se comprometió a proveer a Australia de submarinos nucleares.
Eso dejó en la práctica anulado un contrato que los australianos tenían con Francia para que los provean de dichas armas. Aparte de que les tumbaron el negocio, a los franceses les indignó que les avisaran a última hora sobre las negociaciones secretas. Se lo tomaron como una falta de respeto. Algo que no se le hace a un país amigo.
Tanta fue la furia del presidente Emmanuel Macron, que llamó a consultas a sus embajadores en Australia y Estados Unidos. Esto es algo que por lo general ocurre entre Estados adversarios. No entre aliados. Probablemente ya pasó lo peor de la disputa en términos puntuales. Pero también pudiera ser muestra de un gran cambio en el sistema de alianzas internacionales que se desarrollará poco a poco, y por episodios no consecutivos.
Europa en solitario
Donald Trump fue una conmoción para los europeos. Su desprecio a la cooperación internacional, nacionalismo exacerbado y aislacionismo sacudieron los cimientos de la alianza transatlántica.
Un Presidente estadounidense que públicamente apoyaba a fuerzas políticas en el Viejo Continente rabiosamente opuestas a la integración vía Unión Europea. Que coqueteó con la idea de sacar a su país de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), lo que en la práctica equivalía a implosionarla.
Muy probablemente, en las capitales de Europa hubo abundantes suspiros cuando Joe Biden frustró la reelección de Trump. “Un regreso a las buenas costumbres y la armonía”, pensaron quizá.
Pero para Francia, uno de los líderes de facto de la Europa continental, el acuerdo secreto con Australia fue una bofetada que indicó que las cosas no han cambiado. Al menos no tan bien como se esperaba. Su lectura de la situación es que Estados Unidos no la valora como aliado.
A raíz de los desplantes de Trump, en la otra líder de facto, Alemania, empezó a tener hace años inquietudes similares. La canciller hoy saliente, Angela Merkel, asomó que tal vez Europa no contaría con el apoyo de Washington, que durante la Guerra Fría fue seguro.
Ahora, Francia podrá unírsele, y entre las dos, empujar a Europa hacia una búsqueda de seguridad más independiente de Estados Unidos. Vieja aspiración de los nacionalistas franceses, por cierto. Al menos desde Charles de Gaulle que detestaba la sensación de que su país fuera un socio geopolítico minoritario.
Putin al acecho
Que Europa tenga éxito en este hipotético distanciamiento de EEUU sin comprometer su seguridad es otra historia. Al este yace una Rusia ambiciosa, nostálgica por su pasado soviético de superpotencia y que ya ha demostrado su disposición a tomar territorios ajenos si nadie la detiene (e.g. Crimea). Una ruptura entre Estados Unidos y Europa podría tentar a Vladimir Putin a asumir una actitud más intervencionista en el Viejo Continente.
De hecho, ya puso un pie ahí. O mejor dicho, un gasoducto. Va de Rusia a Alemania y ha generado polémica. Se teme que pudiera aumentar la dependencia de Europa del gas ruso y, con ello, la influencia de Putin.
Estados Unidos lo objetó, pero recientemente el gobierno de Biden dejó de presionar en tal sentido, dándole en términos prácticos luz verde. Tal vez fue un gesto de Biden para con Merkel, como para compensar por el enfriamiento de relaciones provocado por Trump. O tal vez fue otra expresión de que en la Casa Blanca ya no le importa tanto lo que ocurra en Europa, porque el foco está puesto en otra parte.
Contener a China
Nunca la mencionaron, pero China sabía que era con ella. Las autoridades en Beijing reaccionaron al acuerdo de seguridad entre Estados Unidos, Reino Unido y Australia calificándolo de “extremadamente irresponsable”.
Y es que bajo el liderazgo híper nacionalista de Xi Jinping, China aspira a convertirse en la potencia dominante del “Indopacífico”, acrónimo usado para referirse al área combinada de los países que dan hacia los océanos Índico y Pacífico.
Esa, en la retórica de su gobierno, sería no solo la culminación del desarrollo espectacular de China que empezó en la década de 1980. También sería la revancha por los 150 años de cuasi coloniaje y humillación que China sufrió a manos de occidentales y japoneses entre el siglo XIX y la Segunda Guerra Mundial. Así como la garantía de que esto nunca volvería a ocurrir.
En la última década, China ha sido más agresiva reafirmando su reclamo sobre las Islas Senkaku (o Diaoyu), que Japón controla. También sobre las Islas Paracelso, que sí están en manos de Beijing de facto, aunque Vietnam y Taiwán las reclaman para sí.
En el caso de Taiwán, cuya existencia China continental no reconoce, su propia existencia independiente pudiera estar en peligro. Sería un paso muy audaz, pero pocos expertos descartan que Beijing ordene tomarla por la fuerza. Aunque no llegue a tanto, ya está usando su peso económico para presionar a otros Estados y actores internacionales para que desconozcan a Taiwán.
Estados Unidos mueve sus fichas
Estados Unidos se opone a todo esto. No solamente ve el ascenso de China como una amenaza a sus intereses en Asia y el Pacífico. También le preocupa que el modelo autoritario chino sea exportado al punto de volverse una amenaza para la democracia liberal en todo el mundo. Sus objeciones las expresa cada vez con más ímpetu.
El resultado ha sido un deterioro de las relaciones con China no visto desde inicios de la era de Mao Zedong, y un foco creciente en asuntos de seguridad en el Indopacífico, en detrimento de Europa y el Medio Oriente. De ahí la decisión de proveer a Australia con submarinos nucleares.
Washington juzgó que arriesgarse a molestar a Francia valía la pena. Nuevas prioridades.
El internacionalista John Mearsheimer, de la Universidad de Chicago, ha sido muy enfático en que el ascenso de China será agresivo y que Estados Unidos necesitaría una gran alianza en Asia y el Pacífico para contenerlo preventivamente.
Dicha alianza debería incluir a Estados que ya son aliados firmes de Washington, como Japón y Corea del Sur. También a la India y Vietnam, lo cual no debería ser muy difícil, pues ambos tienen líos territoriales o históricos con China.
Pero, asimismo, debería incluir a Rusia, lo cual sí podría ser complicado, debido a la afinidad autoritaria entre Moscú y Beijing. Salvo que Rusia se sienta amenazada por el ascenso chino. Eso podría cambiar las cosas.