A menos de dos semanas después de la ceremonia de clausura de los Juegos Olímpicos de Río 2016, Brasil aguarda con una cierta indiferencia el comienzo de los Paralímpicos que pondrán punto y final a tres años de grandes celebraciones deportivas.
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Muchas cosas han cambiado desde que el gigante suramericano albergó la Copa Confederaciones de fútbol (2013) y el Mundial (2014); y los brasileños, después de tres años de eventos deportivos, decepciones económicas y desencuentros políticos, parecen haber dejado de lado su ilusión ante la celebración de los Juegos Paralímpicos, que comenzarán el próximo día 7.
El principal cambio se produjo esta semana cuando el Senado destituyó a la presidenta Dilma Rousseff y dio carpetazo a trece años de gobierno del Partido de los Trabajadores.
El proceso de ‘impeachment’, que derivó en mayo en la suspensión temporal de Rousseff que finalmente terminó en su destitución, provocó en un principio multitudinarias manifestaciones que se fueron diluyendo en los últimos meses y se apagaron durante los Juegos Olímpicos, celebrados en Río de Janeiro entre el 5 y el 21 de agosto.
Aún con la resaca de los Juegos, el pasado miércoles Michel Temer asumió de manera definitiva la jefatura de Estado y apenas unos miles de brasileños salieron a las calles para protestar.
Temer, blanco de un sonoro abucheo durante la ceremonia inaugural de los Juegos, en Maracaná, mantuvo distancia de la cita olímpica y desistió de acudir a la clausura.
Ahora, confirmado en el cargo, Temer prevé tener un mayor protagonismo en unos Juegos Paralímpicos que, al igual que los Olímpicos, se celebran por primera vez en Sudamérica gracias al empeño tanto de Rousseff, como de su predecesor en el cargo, Luiz Inácio Lula da Silva.
A diferencia de lo que ocurrió en vísperas del Mundial 2014 y de los Juegos Olímpicos, a día de hoy nadie parece temer que las protestas sociales puedan suponer un trastorno para el desarrollo de la XV edición de los Paralímpicos.
Pero tampoco las calles hierven con la ilusión que cabía esperar por un evento que traerá a la ciudad 4.350 paratletas de 176 países, lo que convierte a esta cita en la más universal de la historia de los Juegos Paralímpicos, aunque con una dimensión mucho menor que la convocatoria de agosto, cuando Río recibió a unos 11.000 deportistas de 206 países.
Hasta la fecha, según el comité organizador, se han vendido 1,4 millones de entradas, lo que significa que aún están disponibles más de un millón y medio de boletos, sin contar los 33.000 que se destinarán a estudiantes de la ciudad.
La Asociación Brasileña de la Industria Hotelera (ABIH) estima que la ocupación media en los hoteles cariocas, entre el 7 y el 18 de septiembre, alcanzará el 49,30 %, casi la mitad que durante los Olímpicos, cuando llegó a un 94 por ciento.
Las escasas perspectivas de negocio se suman a la crisis que sacude al país y, especialmente, al estado de Río de Janeiro, que tuvo que recibir fondos federales en vísperas de los Juegos Olímpicos y que ha tenido también serios problemas para sacar adelante la edición de septiembre.
En estos días, los cariocas parecen estar más pendientes del desmantelamiento de algunas de las estructuras olímpicas, como la arena del voley playa en Copacabana, y del llamado ‘legado’ de los Juegos, como la recuperación del centro histórico de Río y la Vía Transolímpica -una autopista rápida que une complejos deportivos-, que del inicio de los Paralímpicos.
No obstante, en la emblemática playa de Copacabana se levanta ya el símbolo de los Juegos Paralímpicos Río 2016: una gigantesca escultura de los Agitos, con un olor propio y una textura especial para poder ser apreciada por personas con deficiencia visual.
Con información de EFE