Esta semana se cumplieron 235 años del nacimiento de Simón Bolívar. En Venezuela, no faltaron los homenajes oficiales, las palabras hinchadas y sonoras. El general Vladimir Padrino, ministro de Defensa, afirmó que “Bolívar está vivo en nosotros, en nuestra ideas. […] Hemos rescatado a Bolívar para hacer una nueva sociedad”. El presidente Nicolás Maduro no se quedó atrás: “Estamos del lado correcto de la historia, porque somos la historia, porque Bolívar es la historia”. Un día después, él mismo anunció que su gobierno había decidido eliminarle cinco ceros a la moneda que por supuesto también lleva el nombre del padre de la patria, al bolívar de todos los días, con el que a duras penas los venezolanos intentan sobrevivir.
Alberto Barrera Tyszka/ The New York Times
El uso político del libertador no es nada nuevo en Venezuela. Historiadores importantes, como Germán Carrera Damas, Luis Castro Leiva o Elías Pino Iturrieta, entre otros, han escrito libros imprescindibles, dedicados a desentrañar la profunda relación religiosa que se ha establecido entre el país y su prócer. Se trata de una devoción que casi tiene dos siglos, que empezó a funcionar como un mito cohesionador, como un mecanismo simbólico que podía aglutinar a un país devastado por la guerra, pero que ahora puede funcionar de manera inversa, como la representación de la tragedia, de la destrucción. El mito de Bolívar como Padre de la Patria, que le dio unidad a una nación fragmentada, terminó siendo utilizado por Chávez para dividir al país y llevarlo de regreso a las ruinas.
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Desde que trató de tomar el poder con las armas, en el fallido golpe militar de 1992, Hugo Chávez asoció su voz y sus acciones al Padre de la Patria. El 2 de marzo, apenas un mes después del alzamiento, declaró que “el líder auténtico de esta rebelión es el general Simón Bolívar”. Chávez nunca ocultó su ansia de posteridad y grandeza, su ambición por aprovechar la liturgia bolivariana para incorporarse a ella y desarrollar su propia sacralización. Desde el comienzo de su vida pública se presentó ante el país como el militar que llegaba, desde el fondo de la historia, a cumplir las promesas que Bolívar había dejado abiertas. El Chávez de la historia, en el fondo, siempre estuvo al servicio del Chávez de la fe.
Con la autoproclamada revolución, el bolivarianismo se convirtió en exceso delirante. Dejó de ser un adjetivo y se convirtió en un adverbio. Como señala José Pascual Mora-García, con el chavismo Boli?var deja “de ser una metáfora para convertirse en una metonimia. Boli?var ya no es un sueño a alcanzar, esta? al alcance de la mano; todo fue bautizado con el epónimo bolivariano: se marcha bolivarianamente, se come caraotas bolivarianas, y hasta la Carta Magna, devenida en nuevo catecismo de la patria es bolivariana”. El culto al libertador deja de ser un elemento unificador y pasa a ser su contrario, un instrumento de la segregación. Lo bolivariano es un nuevo modo de pureza, una virtud que solo tienen aquellos que aceptan ciegamente el poder establecido. Lo diferente, lo diverso, lo independiente es por contraste la antihistoria, la antipatria. El chavismo inauguró un proceso que esconde un riesgo fundamental: la triviliazación del mito. La bolivarianización de la estupidez, de la mediocridad, de la delincuencia.
Todo se volvió bolivariano y ahora todo es un desastre. La calificación con la que el gobierno venezolano pretendía refundar la historia es hoy una vergüenza, la forma de nombrar un cataclismo. Ya no hay bonanza petrolera ni sueños de expansión. Ya el chavismo no grita la consigna “¡Alerta! ¡Alerta que camina / la espada de Bolívar por América Latina!”; ahora son los propios venezolanos, desesperados y hambrientos, quienes huyen del supuesto paraíso que supuestamente creó el supuesto sucesor de Simón Bolívar.
No hay manera ya de escapar de esa marca. Desde el 2007, el chavismo le ha quitado ocho ceros a la moneda. Es un maquillaje inútil para tratar de disfrazar el fracaso de un modelo, la bolivariana hiperinflación que ya sacude al país. Tan bolivariana como la corrupción que, según las denuncias, alcanza miles de millones de dólares. Tan bolivariana, también, como la destrucción de la empresa petrolera y de todo el sistema productivo del país. Tan bolivariana como la represión y la censura. Tan bolivariana, por desgracia, como la muerte de venezolanos a causa de la desnutrición o de la escasez de insumos clínicos.
En las primera páginas de su libro ¿Por qué no soy bolivariano?, el historiador Manuel Caballero propone una primera respuesta que casi parece un juego de palabras: “No soy bolivariano por la misma razón que no soy antibolivariano”. Porque no es necesario. Porque no hace falta. Caballero acude al sentido común para tratar de desactivar ese primer territorio, irracional y sensible, donde se alimenta la devoción ciega, la fe en los mesías que llevan uniforme y montan a caballo.
Hugo Chávez aprovechó el bolivarianismo para resucitar una de las peores tradiciones de la historia venezolana: el caudillismo militar. Llevó al país de regreso a lo peor del pasado. En todos los sentidos. Hoy los soldados ganan más que los educadores y que los médicos y las enfermeras. Los militares controlan la economía y la gestión pública. Tiene razón el ministro Vladimir Padrino cuando señala que han rescatado a Bolívar para crear una nueva sociedad. Una sociedad excluyente y autoritaria, donde ellos gozan de todos los privilegios y no le rinden cuentas a nadie.
La devaluación de Simón Bolívar también es una obra del chavismo. El mito se devalúa a la misma velocidad que se devalúa la moneda y la calidad de vida de los venezolanos. Esa es también una de las batallas del presente y del futuro. Repensar la historia. Recuperar la condición civil de la república. Pensar y ejercer de nuevo la política en términos ciudadanos. Volver a entender, a más de doscientos años del nacimiento de Bolívar, que no se necesita de un general o de una religión para ser un país.
Alberto Barrera Tyszka es escritor y colaborador regular de The New York Times en Español. Su novela más reciente es “Patria o muerte”.
Vía: The New York Times