En la Península de Delmarva, un 4 de julio sin cangrejos es como una Fiesta del Marisco en O Grove en octubre sin centollos: el Apocalipsis. En este 2018, estamos al borde de eso. No están sonando las trompetas del Juicio Final. Pero casi. Porque, cangrejos, haberlos, haylos. Pero pocos. Y caros.
La culpa de la escasez de cangrejos la tienen los mexicanos. O, más bien, la falta de mexicanos. Con esa gente, es imposible. Cuando vienen, como dijo Donald Trump hace dos semanas, "no hacen nada, traen droga y se llevan el dinero".
Pero cuando los mexicanos vienen a Delmarva hacen algo más de lo que Trump no habla. La mayoría son mujeres que se pasan jornadas interminables preparando los cangrejos en los puertos, o cociéndolos a fuego lento en cocinas sin aire acondicionado para que luego los clientes se los coman. Todo por un sueldo y en unas condiciones que no aceptaría ningún estadounidense de Delaware, Maryland, y Virginia (los estados cuyas iniciales forman la palabra ‘Delmarva’). Y encima, cuando acaba la temporada, los mexicanos, dócilmente, hacen las maletas y regresan a su país. Hasta que se reabre la pesca. Y vuelven. Algunos llevaban haciéndolo durante 20 años. Y sin violar a nadie, para sorpresa de Trump.
Hasta que este año, el Gobierno cambió el sistema de entrega de visados de trabajadores temporales H-2B. En vez de entregarlos con el modelo en uso desde hace un cuarto de siglo, los han dado por medio de un método más restrictivo de lotería. Y las empresas de Delmarva se han encontrado con que les faltaba el 40% de los procesadores de marisco. Han traído cangrejos azules de Louisiana y hasta de la Venezuela chavista. Pero no son lo mismo que el ‘True Blue’, el ‘Azul Verdadero’ que, además de un disco de Madonna de los ochenta, es el auténtico Cangrejo Azul de la Bahía de Chesapeake, el animal que tiene el título formal de Crustáceo Oficial del Estado de Maryland. Ningún estadounidense se va a ir a hacer lo que hace un mexicano con el sueldo de un mexicano y, encima, en Delmarva, un sitio al lado del cual, volviendo al ejemplo inicial de este artículo, la Costa da Morte gallega es Manhattan, París, y Tokio, todo en uno.
Reducir la inmigración legal
Los habitantes de la región lo tienen claro: la culpa no es de Donald Trump. Al otro lado de la Bahía, Kitten de 72 años, jubilada, y su esposo Denis, de la misma edad, lamentan la extinción del mexicano mariscador. Pero lo tienen claro: "La culpa es de nuestro sistema inmigratorio, que es un caos. Esperemos que Trump lo corrija".
La cuestión es que Trump ha liado más ese sistema, y Kitten y Denis tienen que racionar los cangrejos machos entre sus invitados, que el sábado pasado celebraban por adelantado el 4 de julio. Pero eso no importa. Para ellos, como para el 40% de estadounidenses que apoya a Trump, el presidente es infalible. Trump tiene la popularidad más alta entre los republicanos -es decir, sus votantes- a estas alturas de su mandato, más que ningún presidente, con la excepción de Ronald Reagan hace nada menos que tres décadas y media. Ni siquiera George W. Bush, tras el formidable empujón de apoyo que le dieron los atentados del 11-S y la invasión de Irak, tenía tanto apoyo republicano como Trump. Y la política en materia de inmigración del actual presidente, aunque reduzca su -limitado- respaldo entre los independientes y, sobre todo su -microscópico- apoyo entre los demócratas, solidifica a su base todavía más.
Las anécdotas del cangrejo azul de la Bahía de Chesapeake, y de la reacción de Kitten y Denis, ilustran una de las políticas anti inmigración que el Gobierno de Donald Trump está poniendo en práctica y que están pasando desapercibidas entre las noticias sobre la separación de hijos de inmigrantes indocumentados: la limitación de la inmigración legal. El máximo responsable del Departamento de Justicia, Jeff Sessions, y el principal líder del ala ultranacionalista del Gobierno, Steven Miller, no solo rechazan la inmigración ilegal. También la que se hace con todos los papeles en regla. Fundamentalmente, si no son de piel blanca.
El Salvador, único beneficiado
Un estudio publicado la semana pasada por el diario ‘The Washington Post’ mostraba una caída en un tercio del número de inmigrantes legales procedentes de países de mayoría de población musulmana -incluyendo a aquéllos que no han sido incluidos en la ‘lista negra’ cuyos ciudadanos tienen prohibida la entrada en EEUU. Pero los visados a los inmigrantes de África han caído un 15%. También se han reducido los de "México, República Dominicana, Filipinas, China, India, Vietnam, Haití, Bangladesh, Jamaica, Pakistán, y Afganistán", según el diario.
Hay que tener en cuenta que en esos grupos están los que Trump denominó "países de mierda" (‘shithole countries’) en enero. Pero con una excepción: El Salvador, que estaba dentro de esa peculiar taxonomía presidencial, ha visto aumentar sus visados en un 17% desde que el actual presidente asumió el cargo. Ese país centroamericano es uno de los pocos que ha visto subir el número de visados concedidos. Los otros son los países europeos, Australia y Nueva Zelanda.
No se trata solo de visados. Desde que llegó Trump a la Casa Blanca, 729.400 residentes legales, con permiso de trabajo, han ejercido su derecho de pedir la nacionalidad estadounidense, según la Alianza para los Nuevos Americanos, un grupo formado por varias organizaciones que defiende los derechos de los nuevos ciudadanos. Es un 88% más que cuando Barack Obama dejó la Casa Blanca, y la explicación es sencilla: muchas personas con permiso de trabajo y de residencia no se fían del nuevo Gobierno y temen que, en cualquier momento, su ‘Green Card’-la ‘tarjeta verde’, aunque no es verde- que garantiza el derecho a residir y trabajar en EEUU les sea revocada sin más explicaciones.
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Meses de espera
Eso ha provocado un atasco formidable en el procesamiento de las peticiones de nacionalidad. En algunos casos, la lista de espera ha pasado de siete a 14 meses. Y sigue creciendo. Las autoridades de inmigración de EEUU no han aumentado sus recursos -como sí han hecho los guardias de fronteras- y el resultado es meses de espera adicionales. Muchos han acusado al Gobierno de hacer eso a propósito para evitar que los nuevos ciudadanos, en su mayor parte de América Latina, voten en favor de los demócratas, mucho más favorables a la inmigración, en las elecciones legislativas de noviembre.
Pero es que incluso los extranjeros nacionalizados estadounidenses no están seguros. Las autoridades inmigratorias han formado un grupo para identificar a aquellos de los 20 millones de estadounidenses -aproximadamente el 6% de la población- que, aunque no nacieron en el país, se han nacionalizado y hayan mentido en el proceso. Los que hayan dado información errónea o falsa, serán privados de su nacionalización, con lo que corren el riesgo de convertirse en apátridas, una figura legal desconocida en el mundo desarrollado prácticamente desde la Segunda Guerra Mundial.
Es una decisión que tiene un alcance insospechado. Por ejemplo, hasta 1990 los exámenes médicos a los candidatos a la nacionalidad incluían una declaración jurada del candidato en la que éste establecía "no estar afectado por ninguna forma de desviación sexual". La regulación nunca fue tomada muy en serio. Pero ahora puede ser la base legal para privar de nacionalidad a personas que llevan siendo estadounidenses tres o más décadas. El cierre de EEUU al resto del mundo va más allá, así pues, de la separación de niños de tres años en la frontera. Es una política aprobada de manera consciente y puesta en práctica de manera sistemática.
Con información: El Mundo